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La izquierda en la encrucijada ¿crecimiento o nuevo paradigma?

por The Oil Crash Hace 8 años
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Desde la asociación "Autonomía y bienvivir" (de la cual ya he publicado algunos escritos aquí con anterioridad) me hacen llegar el siguiente ensayo, muy pertinente en el actual momento político, y particularmente en el español: ¿cuál debe ser el papel de la izquierda en la encrucijada histórica que nos encontramos?

La izquierda en la encrucijada ¿crecimiento o nuevo paradigma?


En un libro publicado hace tres años, El fin de la expansión, Ricardo Almenar nos recordaba cómo en la primera mitad del siglo XX la apuesta por el crecimiento económico se convertía, junto al avance científico y técnico, en la gran esperanza para renovar la fe en el progreso, esa idea de fondo que llevaba ya varios siglos animando la cosmovisión europea, un progreso convertido en doctrina, según Lewis Mumford, y cuyo sentido se tambaleaba tras el desastre de la Gran Guerra, amplificado poco después por las cámaras de gas y la bomba de hidrógeno. Entre otras cosas el crecimiento económico nos traería paz social... sin necesidad de encarar el problema de la repartición.

Almenar pone esta nueva esperanza en palabras de dos economistas por lo demás muy distintos: Keynes y Schumpeter. El primero decía en una conferencia en Madrid en 1930 que, a largo plazo, "la humanidad está resolviendo su problema económico. Predeciría que el nivel de vida de las naciones progresivas, dentro de un siglo, será entre cuatro y ocho veces más alto que el de hoy día". Por su parte Schumpeter afirmaba en otra conferencia de 1936 que "si el capitalismo repitiese sus resultados pasados durante otro medio siglo a partir de 1928, acabaría con todo lo que con arreglo a los patrones actuales podría llamarse pobreza, aun en los estratos inferiores de población, exceptuando únicamente los casos patológicos", y entonces serían fácilmente alcanzables "todos los deseos que han sido expuestos hasta ahora por todos los reformadores sociales".

Pasado el tiempo que ambos economistas tomaron en consideración, y habiéndose cumplido sus previsiones en cuanto al aumento de la capacidad productiva, resulta bastante evidente, sin embargo, que el problema económico dista mucho de estar resuelto. Las sucesivas crisis, el escandaloso aumento de la desigualdad y la persistencia de la pobreza también en los países más industrializados dejan pocas dudas sobre la naturaleza política de ese problema económico. ¿Cuántas décadas de crecimiento más harán falta para constatarlo? Y si la pobreza, la exclusión social y la desigualdad no serán resueltas por el crecimiento económico, mucho menos aun lo será el problema de la sostenibilidad, sacrificada precisamente en el altar de ese crecimiento en el que tanto se confía, y que en realidad está resultando antieconómico (en palabras de Herman Daly.).

A pesar de esto, el hueco teórico dejado por el neoliberalismo en su apuesta por un crecimiento basado en el predominio de la libertad de mercado parece estar resultando demasiado tentador para una izquierda que ve la oportunidad de mostrarse superior en la búsqueda de ese crecimiento mediante políticas keynesianas, con lo que lograría así un cambio en las preferencias políticas de la sociedad. Pero a tenor de lo dicho, hay que preguntarse si ese cambio de preferencias no sería un mero cambio de gestores y de estilo de gestión, y no un verdadero cambio social hacia un mundo mejor.

Quizá inadvertidamente gran parte de la izquierda se ha dejado seducir por una ética del trabajo y de la producción que en realidad esconde una ideología política. Más allá del reparto de las plusvalías, lo que está en juego es una idea de futuro y el papel reservado para el ser humano en el mismo.

Por una parte el crecimiento económico desborda la capacidad de carga del planeta. Y si no cuestionamos este, los aumentos en la eficiencia sólo redundan en una mayor capacidad para explotar el capital natural, cosa que va mucho más allá de las emisiones de CO2 propias de la energía fósil. En un mundo competitivo, esta capacidad siempre será utilizada en aras de un mayor crecimiento con el que mejorar la posición de cada nación (o de cada multinacional) en su competición con las demás.

Por otra parte, la modernidad no se limita a una apuesta por el avance del conocimiento científico y de la innovación tecnológica unidos al crecimiento del poder económico de la humanidad sino que además adjudica a las personas el papel de meros instrumentos de ese progreso material. Incluso desde la izquierda se vela por que los incentivos no permitan que alguien quizá eluda ese mandato incuestionable. (Sirvan como ejemplo las recientes declaraciones de Alberto Garzón, preocupado por los incentivos perdidos entre quienes reciben ayudas económicas sin trabajar, o el conocido posicionamiento de Vincenç Navarro en contra de la instauración de una Renta Básica Universal).

¿Y cuál debería ser entonces el papel del ser humano en un futuro más razonable? Para no perder de vista el bosque de la historia en la batalla enmarañada entre las ramas, es necesario poner en el horizonte una visión social hacia la que encaminarnos desde ahora más allá de la lucha de clases, aun cuando estemos lejos de haber superado esta. El sistema productivo debe estar al servicio de los fines humanos, no a la inversa. Pero para ello necesitamos dotarnos de una autonomía suficiente que nos permita deliberar sobre esos fines. (El propio Marx en la primera parte de El Capital mostraba una preocupación por el objetivo de lograr una mayor libertad para todos, como nos explica, por ejemplo, Yanis Varoufakis en sus confesiones de un marxista errático... ). Sin duda tendremos que librarnos del chantaje económico de la pobreza. Se trata de un chantaje que podemos considerar represivo, políticamente impuesto a la sociedad, porque hace mucho tiempo que hemos rebasado la capacidad productiva necesaria para que nadie pase penuria sin necesidad de añadir nuevo crecimiento económico. Pero por esto mismo, supeditar la inclusión a la necesidad del crecimiento económico, como también propone gran parte de la izquierda, es lo contrario de elegir libremente los fines de la humanidad.

En cuanto a la sostenibilidad, salta a la vista que tarde o temprano tendremos que admitir la imposibilidad de mantener un crecimiento económico ilimitado en un planeta finito y lleno de límites necesarios para preservar el holoceno, el estado de la naturaleza en el que hemos surgido. Tarde o temprano habrá que recuperar la antigua aspiración de llegar a una economía en estado estacionario. Esto no significa que a partir de ese momento la economía será estática y carente de innovación sino sólo no creciente en su volumen y sostenible en sus formas).

Para defender este punto de vista e intentar rebatir las críticas que desde la izquierda se hace a quienes cuestionamos el crecimiento económico, vamos a desarrollar un poco más las claves esbozadas en esta introducción.


¿Dónde nos ha llevado la ideología crecentista?

Disponemos de gran variedad de estudios científicos que avalan y certifican los firmes pasos hacia un colapso ecológico provocados por la necesidad del capitalismo industrial de crecimiento económico perpetuo en un planeta finito.

Un buen indicador es el declive de la megafauna, es decir la desaparición de grandes mamíferos terrestres y marinos, lo cual afecta profundamente a los ciclos de nutrientes esenciales, especialmente al reciclaje del fósforo, uno de los minerales limitantes más importantes.

Otro proceso significativo es la homogenización de la flora y fauna global. El proceso globalizador acrecenta los problemas debidos a la expansión de especies invasoras, que en su avance provocan importantes pérdidas de biodiversidad, y con ello de resiliencia de los ecosistemas. La simplificación de las cadenas tróficas vía eliminación de nichos puede facilitar y acelerar sucesos de extinción en cascada que se lleven por delante a ecosistemas básicos para entre muchas otras cosas, la alimentación de poblaciones humanas, y una larga lista de “servicios ecosistémicos" que bajo el paradigma actual no solo no se valoran, sino que se desprecian.

Una de los más flagrantes desastres que estamos viviendo con especial intensidad en estos últimos meses son los grandes incendios sucedidos en diferentes regiones a lo largo del globo, siendo la más grave la situación en el sudeste asiático, especialmente en Indonesia, debido al gran reservorio de biodiversidad y pulmón verde que son las selvas de Sumatra. Además, estos grandes incendios están suponiendo grandes emisiones de gases de efecto invernadero y polución. Las grandes sequías, junto con las prácticas de quema provocada de terrenos para el cultivo de palma han llevado fuera de control a esta situación dramática.

El caso de los océanos y mares no es menos alarmante. Los cambios en el pH y salinidad de las aguas oceánicas está suponiendo una aceleración en el blanqueamiento de corales y en la pérdida de estos ricos ecosistemas, que son la base de la alimentación de innumerables poblaciones humanas costeras. Cada vez observamos más “zonas muertas” anóxicas en los océanos, y se incrementa la cantidad de plástico en suspensión en los océanos, afectando dramáticamente a las poblaciones de zoo y fitoplancton, base de alimentación de gran parte de la vida marina, y los último grandes productores de oxígeno atmosférico vital para la respiración.

Como estos ejemplos, muchos otros vienen de la mano de la disrupción climática y de la destrucción de ecosistemas provocadas por la necesidad imperiosa por parte del sistema económico de crecimiento a toda costa, aun cuando éste se torna “anti-económico” y suicida. Conforme nos adentramos en el antropoceno, y vamos profundizando en la Sexta Extinción Masiva, se va haciendo más complejo revertir o aminorar el ritmo de degradación y recuperar la resiliencia que necesitamos en nuestros ecosistemas para garantizar la vida humana sobre el planeta, por lo que es extremadamente urgente plantear estrategias de choque para paliar y reducir los impactos de los grandes cambios.

En nuestra “bio-región” especialmente preocupante es la sequía y escasez de agua, y la erosión de los suelos, en acelerado declive de su fertilidad y presencia de materia orgánica, debido al extensivo uso de la agricultura convencional.

Es también de capital importancia los impactos debidos a los cambios de los usos del suelo, en concreto los resultantes en la urbanización y del avance de la agricultura industrial basada en el monocultivo intensivo. El primero provoca fragmentación del territorio, y supone agujero negro de recursos naturales y la producción en masa de basura que termina en vertederos en el mejor de los casos, sino en los océanos o montes adyacentes, o la “externalidad” es exportada a países receptores de los restos del metabolismo y la voracidad del consumismo patológico del urbanita medio occidental en especial, y en general del modo de vida en la grandes urbes a lo largo del globo. Respecto a los impactos de la agrícultura, cada vez se transforma más terreno de selva para la producción de cultivos para alimentación ganadera, y otros monocultivos demandados por la economía globalizada para la producción de biocombustibles o alimentación humana. Los ejemplos en la amazonia o en la jungla de Indonesia para la producción de palma aceitera son paradigmáticos.

Otro aspecto a tener muy en cuenta es descenso de la disponibilidad de energía neta. El pico de producción de petróleo convencional (2005) y presumiblemente no convencional entre 2015-2016 tendrá efectos cada vez más evidentes sobre la cantidad de energía disponible para alimentar el funcionamiento del metabolismo de la compleja civilización globalizada, cuyo soporte está íntimamente ligado al suministro creciente y constante de energía barata y de calidad para el transporte necesario para mantener el flujo comercial global. Otros fósiles como el carbón o el gas también se aproximan a su pico de producción, que además se verá adelantada debido a la necesidad de líquidos para las tareas extractivas y de trasporte de ambas. Esto no solo afecta y afectará a la porción fósil del mix energético, sino que también tendrá efectos sobre las llamadas renovables, debido a que estas fuentes de energía sí son de origen renovable, pero la tecnología para su captación y distribución depende directa o indirectamente de la disponiblilidad de combustibles líquidos. Es necesario considerar también los efectos en la minería de este descenso de la disponibilidad energética, que se sumarán a los rendimientos decrecientes a los que se ve sometido el sector por motivos obvios, que si se suman al desplome actual de las commodities y la consiguiente destrucción de la oferta por quiebra de corporaciones que no pueden mantener su producción a precios tan bajos, y caen por imposibilidad de repagar sus deudas, como el reciente caso de Arch Coal, una de las mayores mineras de los EEUU.

La “ciencia” del crecimiento

El crecimiento económico es la receta universal para resolver prácticamente todos nuestros problemas. Es lógico, pues crecimiento tiene que ver no solo con tener más de todo sino mejor, es el progreso tecnológico. Para los economistas es su bálsamo de Fierabras, pues el crecimiento nos hace más ricos y siendo más ricos podemos afrontar mejor cualquier dificultad. Parece una lógica irrebatible y para muchos así es.

Hace años Herman Daly afrontó lo que denomino las falacias del crecimiento. En el texto señalaba con acierto las connotaciones positivas del verbo crecer pero que a su vez implicaban un momento donde se alcanzaba la madurez, en otras palabras, se dejaba de crecer. La analogía con los seres vivos no puede ser completa, pero sí es cierto que, un sistema económico, como un ser vivo, es una estructura disipativa que intercambia energía y residuos con aquello que lo rodea.

Hemos de señalar que para construir el concepto de lo económico, tal como se concibe actualmente, se ha de reducir a aquellos objetos que son escasos, apropiables y reproducibles, tal como lo definió uno de los padres fundadores de la escuela neoclásica, Leon Walras. Sin una idea clara de lo económico no podemos entender porque desde este punto de vista se ignora la naturaleza, entrando en conflicto con ella. Aquello que es evidente desde otras perspectivas como la ecológica, es secundario y molesto para la denominada ciencia económica. La ironía es que ambas palabras derivan de la misma raíz griega oikos.

El problema se presentó desde el mismo nacimiento de la economía como disciplina independiente. James Maitland, Conde de Lauderdale, planteó en su obra “Inquiry into the Nature and Origin of Public Wealth and into the Means and Causes of its Increase” (1804) la que se conoce como paradoja de Lauderdale. La citada paradoja señala que existe una correlación inversa entre la riqueza pública (wealth) y la riqueza privada (riches). Explicaba que la riqueza pública consiste en todo lo que el hombre desea y es útil o satisfactorio para él, tales cosas tiene valor de uso y, en consecuencia constituyen riqueza. Sin embargo, las riquezas privadas necesitan además de ser deseadas y útiles, existir en cantidad limitada, en otras palabras ser escasas para que tengan valor de cambio. Los bienes libres o gratuitos no son del ámbito de la economía por muy útiles que sean, aunque nuestra vida y nuestra civilización dependan de ellos. La paradoja nos plantea que para crear la riqueza privada hemos de generar escasez lo que supone reducir el valor de uso de bienes que antes eran públicos y abundantes y que, en consecuencia, no poseían valor de (inter)cambio. Como nos limitamos a contabilizar el valor de cambio ignorando las pérdidas del valor de uso, nos creemos que somos más ricos cuando nos empobrecemos. Este proceso de empobrecimiento que permanece oculto a las (pseudo)magnitudes económicas, es la medida de la depreciación del capital natural.

La ideología dominante construye su noción de lo económico alrededor de la escasez subjetiva y el valor de cambio. La delimitación del concepto de riqueza está vinculada a la producción (cosas que se pueden reproducir) y el mercado (intercambio de cosas subjetivamente escasas), que es el instrumento para generar valores de cambio

El empeño en convertir a la economía en la física newtoniana de las ciencias sociales para dotarla de una universalidad de la que parecía gozar la segunda, se produce irónicamente cuando esa pretendida universalidad de los juicios sintéticos apriorísticos se derrumbaba a ojos vista, ante las nuevas teorías de la física. Sin embargo, poco importó pues la teoría se asentaba en firmes bases normativas (ideológicas) aunque su pretensión ampliamente conseguida, era aparecer como una verdad universal inmutable que describe el comportamiento humano en la esfera de lo económico.

En esa esfera de lo económico es donde el comportamiento se rige por la maximización de la utilidad que no consiste en una abstracta satisfacción de los deseos, sino en la satisfacción que es función exclusiva del consumo de bienes y servicios. Pero no de todos los bienes y servicios sino exclusivamente de los que tienen valor de cambio, que son, por lo tanto, escasos. Como señala José Manuel Naredo (2014) respecto al reduccionismo económico:

“...no son los principios absolutamente generales, que describen de forma vaga ciertos rasgos hedonistas del comportamiento humano, los que servirían de base a las formulaciones neoclásicas, sino otros mucho más restringidos que responden a un marco social e institucional bien concreto”

Ciertas enunciaciones generales del comportamiento humano que hace la economía neoclásica como la búsqueda del placer con el mínimo esfuerzo pueden parecer plausibles, e incluso razonables, el problema, como señala Naredo, es que las verdaderas proposiciones de partida son mucho más restringidas de forma que se puedan expresar en términos homogéneos, unidades monetarias, y formalizar en modelos matemáticos. Por otra parte, tales enunciados son meras tautologías, en el sentido lógico, al no excluir ninguna posibilidad son completamente irrelevantes.

Walras delimitó el concepto de lo económico sobre la base de unos axiomas que han permanecido hasta nuestros días:

1º Las cosas útiles limitadas en cantidad son apropiables, la apropiación no recae más que sobre la riqueza social (Walras denomina de esta forma lo que Maitland había denominado para su paradoja riqueza privada), y sólo es considerado riqueza social lo que es apropiable. Lo útil y escaso coincide exclusivamente con la propiedad privada burguesa. Mediante este instrumento de apropiación, de exclusión del resto que no son propietarios, podemos generar escasez al privar a otros del disfrute de un bien o servicio.

2º Las cosas útiles y limitadas son valorables e intercambiables, por lo tanto, toda la riqueza social cumple con esas propiedades y nada valorable e intercambiable queda fuera de la definición de riqueza social.

3º Las cosas útiles y limitadas son industrialmente producibles o se pueden multiplicar. (especial atención para nuestros propósitos a este axioma que permite arrinconar las causas materiales y centrarse exclusivamente en las eficientes, que denominaremos capital y trabajo). Este axioma recoge, en cierto modo, la idea de los clásicos de la necesidad de esfuerzo para la creación de valor. En definitiva, solo el esfuerzo penoso realizado por una contraprestación que resulte medible permite la creación de valor. Nada que ver con el esfuerzo placentero o aquel que no recibe contraprestación.

Lo anterior es un juego de espejos para pasar de definiciones tautológicas que no significan nada a proposiciones que permiten reducir lo económico a lo que pretendidamente es medible. Pero no es más que un razonamiento circular, lo útil y escaso tiene valor de cambio, luego si tiene valor de cambio es útil y escaso. Si el aire no contaminado en Pekin es escaso y muy útil para evitar enfermedades, por lo tanto, evitar padecimientos, pero carece de valor de cambio por ser difícil de establecer derechos de propiedad, no entra en el ámbito de lo económico.

La finalidad de todo este “montaje” es considerar al valor de cambio como un hecho objetivo, natural y medible.

“El valor de cambio toma así, una vez establecido, el carácter de hecho natural en su manifestación, natural en su manera de ser. Si el trigo y la plata tienen valor (de cambio) es porque son útiles y limitados en cantidad, dos circunstancias naturales. Y si el trigo y la plata tienen valor uno con relación al otro, es que son respectivamente más o menos útiles y más o menos limitados en cantidad, también son circunstancias naturales...”

En consecuencia, y de forma también natural y objetiva, lo que carece de valor de cambio no cumple con los axiomas enunciados, no es útil ni escaso y queda fuera de la economía. El mercado (perfecto) sirve para asignar de forma óptima los bienes útiles y escasos consiguiendo un equilibrio en los intercambios de dichos bienes.

Por otra parte, el intercambio y la contrapartida que surge del mismo es la materia económica, sin contrapartida no existe. Por eso, apropiarse de los recursos naturales no es una acción incluida en el ámbito de la economía, la naturaleza no recibe contrapartida. Por eso pueden ser explotados con total impunidad o dañados los sistemas que nos proporcionan servicios que sostienen la vida sin que ello quede reflejado en las magnitudes económicas.

La definición de economía que formuló Robbins busca ser un compendio de lo expuesto, pero fracasa pues al querer ser general entran en la misma campos que la economía deja voluntariamente fuera de su campo de acción:

“Ciencia que estudia la conducta humana como una relación entre objetivos y medios escasos susceptibles de usos alternativos”

Sin embargo, la escasez de la definición se limita a los bienes o servicios con valor de cambio. En realidad, evita afrontar la escasez en términos generales pues eso provocaría su colapso. ¿Por qué? Simplemente la economía se dedica a un tipo muy concreto de escasez (subjetiva) pero, al mismo tiempo, necesita de la abundancia (objetiva) de recursos y sumideros para que la supuesta maquina de movimiento perpetuo funcione. Efectivamente, las máquinas de movimiento perpetuo no existen, pero si ignoras los recursos que lo alimentan y los residuos que resultan de la producción consigues la cuadratura del círculo.

El segundo principio de la termodinámica y sus consecuencias, tienen un indudable interés económico. Cournot señaló el peligro de basar un sistema social en el consumo de recursos agotables o que se explotan por encima de su capacidad de regenerarse. Clausius, que fue quién utilizó por primera vez el término entropía, señaló la importancia de distinguir entre recursos renovables y no renovables. Mucho antes que Hicks (con su concepto de renta de Hicks) pergeñó el concepto de sostenibilidad:

“..en general, en las relaciones económicas, vale el principio de que cada cosa puede usarse solo lo que en el mismo tiempo pueda ser de nuevo producido. Por tanto, se debería usar como material combustible solo la cantidad que es producida de nuevo a través del crecimiento de los árboles. Pero en verdad nos comportamos de manera muy distinta. Hemos hallado que hay bajo la tierra reservas de carbón de tiempos antiguos que se han formado de plantas en superficie y depositado durante un período tan largo que los tiempos históricos en comparación parecen minúsculos. Las gastamos ahora y nos comportamos exactamente como herederos felices que consumen un rico patrimonio.”

¿Pero que diferencia, si existe, hay entre la escasez de la ecología o la termodinámica y la de la economía?. La diferencia es la que hay entre el concepto objetivo de escasez y el subjetivo que utiliza la economía. Esa diferencia explica el rechazo frontal de la economía a la existencia de escaseces objetivas, mucho más cuando estas se ponen en el contexto de un sistema complejo como ocurrió con el estudio del Club de Roma sobre los límites del crecimiento. Daly acostumbra a citar Barnett y Morse respecto a que la economía (neoclásica) considera escaseces particulares, pero jamás una escasez general.

La escasez económica es un concepto subjetivo, es la relación entre necesidad o deseo y disponibilidad, un concepto relativo que llamamos utilidad marginal. El concepto subjetivo de utilidad se consigue objetivar a través de su valor de cambio tal como describe Naredo:

Considerando que los valores de cambio son proporcionales a la escasez (es decir, la utilidad marginal), Walras erige a aquellos en indicadores eficientes de esta, aprovechando la diferencia de que mientras ‹‹la escasez es personal o subjetiva; el valor de cambio es real u objetivo››. Una vez reducida está noción subjetiva de escasez al ámbito de los valores de cambio, la ciencia económica utilizará, como es sabido, el sistema de precios como reflejo de aquella, dejando fuera del análisis de la escasez los recursos que no son directamente ‹‹valorables e intercambiables›› aún cuando puedan influir sensiblemente sobre la utilidad.

Señalar que si no existiera la entropía no habría escasez. Siempre podríamos volver a usar una y otra vez la misma energía tantas veces como la necesitáramos (movimiento perpetuo de segunda especie) y, en consecuencia, la economía carecería de sentido pues en abundancia absoluta no puede existir ningún tipo de escasez, ni siquiera la subjetiva. Georgescu-Roegen que denominaba a la economía neoclásica la cinemática sin tiempo nos indica que la teoría del equilibrio general se fundamenta en lo que niega la termodinámica, es decir, en la completa reversibilidad:

El fundamento de la teoría del equilibrio es que, si algún acontecimiento altera las propensiones de la oferta y la demanda, el mundo económico siempre regresa a su condición previa tan pronto como el evento desaparece. La inflación, una sequía catastrófica, o el desplome de la bolsa de valores no dejan en absoluto huellas en la economía. La regla general, tal como en la mecánica, es la completa reversibilidad.

Como se ha discutido en el blog de Autonomía y Bienvivir, el equilibrio general es matemáticamente inestable y presupone una economía estacionaria, para una dimensión determinada, lo que es una extraordinaria ironía cuando, como indicábamos en el inicio de este apartado, el crecimiento es el remedio universal que ofrecen los economistas para cualquier problema.

La economía neoclásica, por su propia construcción y por más que haya hecho intentos, es incapaz de ofrecer una gestión de los recursos sostenible pues los principios de los que parte son completamente antitéticos a esa finalidad. De partida, eliminó el factor tierra para evitar que introdujera un factor de limitación en la producción, ya que cualquier limitación desembocaba en una economía del estado estacionario, considerada un fracaso para los clásicos, excepto para unos pocos como John Stuart Mill. La tierra ricardiana despojada de cualquier otra propiedad que la meramente espacial fue una estratagema para evitar la inevitable conclusión. Los neoclásicos establecieron el principio de la sustituibilidad de factores de producción como la solución al problema. De hecho, Walras asimiló la tierra al capital, aunque un capital especial que no se consume con su uso, al no ser producible tal como exigía en su axiomática. Pero el truco de la tierra ricardiana no funciona con los los recursos no renovables que son agotables, en especial, los combustibles fósiles, la piedra angular del sistema. La salida fue en su momento y continua siendo hasta nuestros días la misma, sustituibilidad infinita de factores cuyo corolario es el progreso tecnológico que la habilita.

La perfecta sustituibilidad no es más que la maquina de movimiento perpetuo de segunda especie que ignora la segunda ley de la termodinámica. Introduciendo la entropía el sistema colapsa bajo el peso de la escasez, pero no la subjetiva sino la objetiva. El que la ciencia que se vanagloria de tratar y gestionar los recursos escasos requiera ser una maquina de movimiento perpetuo que supone la abundancia de recursos y sumideros puede resultar paradójico, pero es incontrovertible. Como bien apuntó Nicholas Georgescu-Roegen respecto a los recursos:

"dado que todas las clases de recursos juntos representan una cantidad finita, ningún cambio taxonómico puede hacerla ir más allá de su finitud"

La última falacia sobre la que se sostiene el edificio es la que el mismo Georgescu-Roegen denominaba la creencia caprichosa en que cualquiera que sea el problema siempre inventaremos algo, y podemos añadir que siempre será a tiempo.

Uno de los problemas esenciales a los que se enfrenta la economía dominante, y son muchos, es la imposibilidad que un marco intemporal (reversibilidad) sirva para afrontar las necesidades de las generaciones futuras. Es esencial entender lo siguiente (Naredo, 2014):

...el valor de cambio de un mercancía, al ser una noción relativa a otra y otras mercancías (equilibrio general walrasiano) contra las que se puede intercambiar en un momento determinado, no puede servir de unidad de medida invariable a la cual referir las comparaciones intertemporales

Ahora pensemos en las pretendidas soluciones que quieren gestionar los problemas medioambientales, recursos y sumideros, introduciendo el mercado, que hemos delimitado por necesidad dejando fuera la naturaleza, dotando de valor de cambio a lo que por construcción del sistema no lo tiene. Es como si en la geometría euclidiana pretendemos construir triángulos cuyos ángulos suman menos de 180ª sin cambiar los axiomas, una tontería. Son los mismos que previamente han construido triángulos siguiendo los axiomas de la geometría de Euclides y, a continuación, con una transportador de ángulos han medido sus triángulos quedándose atónitos y complacidos de que sumaran 180º ¡voto a dios que me espanta esta grandeza! Sin que la naturaleza reciba la contrapartida (monetaria) por sus recursos y sin capacidad de hacer un análisis auténticamente dinámico no puede gestionar aquello que antes hemos excluido para intentar dar consistencia a su definición del ámbito de lo económico. En otras palabras, cualquier pretensión de la economía de intentar resolver mediante los valores de cambio (mercado) está condenada al fracaso pues debe ignorar las escaseces que estudia la ecología o la termodinámica que son la esencia del problema.

Debemos buscar el apoyo entre las diferentes disciplinas para tener instrumentos realmente útiles con los que afrontar los enormes desafíos que nos traerán los próximos 20 años, un suspiro en la historia. Como bien dice Naredo (2014):

No hay una "buena asignación de recursos" o un "óptimo económico" a descubrir y formalizar, sino muchos, según cuales sean los presupuestos éticos, institucionales y, en general, ideológicos de que se parta, presupuestos que....ha tratado de ocultar la ciencia económica establecida, invistiendo a algunos de ellos de una inusitada generalidad

El criterio de maximización o el de la eficiencia económica que parecen regir nuestro comportamiento carecen de sentido si queremos gestionar nuestros recursos y sumideros o más ampliamente los sistema ecológicos de los que formamos parte, de forma que no comprometamos el futuro de futuras generaciones que no pueden intervenir en esos procesos. Según la economía dominante el sistema nos lleva al nirvana del mercado que es el coto privado donde unos pocos obtienen pingües beneficios a costa de la inmensa mayoría de la población y, es además el camino seguro a la destrucción del planeta que nos sostiene. Sabemos que la respuesta será la de siempre, el ilimitado ingenio humano inventará algo que solucione todos nuestros problemas (aunque para ello deban violar las leyes de la naturaleza), por lo tanto, solo cabe hacernos más ricos (private riches) aunque en el proceso destruyamos lo que nos mantiene con vida (public wealth). La paradoja de Lauderdale continua siendo indescifrable para aquellos que toman o asesoran sobre decisiones que comprometen nuestro futuro.

Gran parte de la izquierda comparte la axiomática que hemos descrito en este apartado. Tienen una preocupación justificada por el problema de la distribución, sin embargo, pretenden solucionar el problema con la misma receta de crecimiento de lo económico, en la definición reduccionista de los neoclásicos. Esta pretensión, que podía tener alguna viabilidad en lo que se denomina economía cowboy (sin límites físicos o escaseces objetivas), no es posible en la economía del astronauta a la que nos enfrentamos. Algunos añoran la llamada "Golden Era" del capitalismo, esas dos décadas y media entre la Segunda Guerra Mundial y la muerte del sistema nacido en Bretton Woods.

Lo que no perciben es que el camino que se tomó tras la muerte de Bretton Woods, a pesar de todos los problemas de inestabilidad que genera la financiarización de la economía, fue el camino lógico para su supervivencia, la expansión hacia los últimos bienes comunes, la huida de cualquier posible regulación de las denominadas externalidades en los países centrales. La globalización es la sublimación del reduccionismo económico. Cualquier intento serio de incluir la escasez objetiva provoca una reacción en sentido opuesto que impulsa la depredación de lo objetivamente escaso. El siglo XXI, con sus crisis, ha visto como el descontrol medioambiental se hace cada vez más necesario. Más allá de reuniones inútiles mantenidas para propagar la idea de que estamos haciendo algo, la realidad es que la presión sobre los sistemas ecológicos que sostienen la vida y que no tienen valor económico es cada vez más insoportable. El mensaje de la izquierda debe ser radicalmente diferente, debe sostenerse en un paradigma económico completamente diferente al que ha dado lugar a nuestra angustiosa situación.


Las consecuencias sociales del crecimiento

Un lugar común de los críticos del decrecimiento es justificar la necesidad de continuar por la senda del incremento del producto interior bruto como forma de solucionar los enormes problemas sociales a los que asistimos compungidos cada vez que la máquina de producir, a causa de la crisis de turno, comienza a girar más despacio.

Así por ejemplo, en un artículo de febrero de 2014, Vincent Navarro señala:

En un momento de enormes crisis, con crecimiento casi cero, que está creando un gran drama humano, las voces a favor del decrecimiento parecen anunciar que ello es bueno, pues así salvamos el planeta. No se dan cuenta de que están haciendo el juego al mundo del capital responsable de las crisis económica y ecológica.

El razonamiento no es muy elegante, la producción tendría que tener sentido en sí misma, no debería ser justificada en función de un objetivo que quizás puede ser alcanzado por otros medios. Quién primero comprendió esto fue precisamente un admirador de Keynes, John Kenneth Galbraith, que en su libro The Affluent Society, de 1958, ya avisaba sobre las funestas consecuencias que podría tener aceptar el objetivo de maximizar el PIB en una sociedad que había dejado ya lejos las carencias que hicieron, en otro tiempo, tan perentorio el objetivo de aumentar el producto.

Galbraith nos guía a través de la historia del pensamiento económico, y haya el origen del predominio de la producción sobre cualquier otra consideración, en las ideas de Malthus (1766- 1834) y Ricardo (1772-1823) que dieron forma a la ciencia lúgubre. Unas ideas que podemos comprender son fruto de su tiempo, y de las circunstancias sociales de la época. Unas ideas de puro sentido común, en unas circunstancias muy diferentes de las actuales.

Como observó Tawney, muy pocas veces nos damos cuenta de la calidad del aire que respiramos. Pero en Los Ángeles, en donde apenas puede sostener su cargamento, consideramos al aire con toda seriedad. De modo semejante, quienes residen en un desierto recientemente irrigado ven en el agua que fluye por los canales la evidencia de su antinatural triunfo sobre la naturaleza. Y el vecino de Chicago en Sarasota contempla en su tostado abdomen la prueba de su inteligencia al evadirse de su oscura y helada región. Pero allí donde la lluvia y el sol son abundantes se los tiene por algo seguro, aunque no por ello disminuya el aprecio en que se les tiene. En el mundo de Ricardo los bienes eran escasos. Se los relacionaba estrechamente también, si no con la supervivencia, al menos con las más elementales comodidades del hombre. Le alimentaban, le proporcionaban vestido para salir de casa y le mantenían abrigado cuando se encontraba dentro de ella. No es sorprendente, pues, que la producción, gracias a la cual se obtenían esos bienes,fuese el centro de los pensamientos humanos.

Pero hoy no estamos acuciados por la necesidad, y el sentido común nos indica que el mandato de incrementar la producción no debería ser tan acuciante. A pesar de ello, la posición suprema de la producción se mantiene inalterada una vez saciada el hambre, la necesidad de cobijo y de bienestar. Para justificar este hecho, la ciencia económica recurre a una teoría de las necesidades del consumidor muy singular, que clarifica cuestiones transcendentales sobre nuestra sociedad, por qué estamos en esta situación y lo que ello implica.

Lo primero que debe hacer esta teoría de las necesidades del consumidor es negar que haya una jerarquía entre ellas. Tan necesaria puede ser una barra de pan para el hambriento, como el último modelo de iPhone para un satisfecho miembro de la clase media. Incluso aunque ambas personas sean la misma, lo único necesario es que sean momentos distintos de su vida, para ello se debe asumir que no se puede decir nada sobre las comparaciones de utilidad intertemporales.

Esta postura hace caso omiso del evidente hecho de que algunas cosas se adquieren antes que otras y de que, con toda probabilidad, las más importantes tienen primacía. Lo cual, como ya se observó, implica una urgencia decreciente de necesidades. Sin embargo, esta conclusión es rechazada por la teoría un poco más sofisticada. Su repudio se basa en la negación de que pueda decirse nada verdaderamente útil acerca de los estados comparativos de la mentalidad y de la satisfacción del consumidor en distintos períodos de tiempo. Pocos estudiantes de economía, aun en el curso elemental, se ven libres de una advertencia acerca del error de efectuar comparaciones intertemporales de la utilidad partiendo de situaciones dadas de consumo. Ayer, el hombre con una renta real mínima, pero que iba aumentando, cosechaba las satisfacciones que se derivaban de una dieta adecuada y de un techo que ya no dejaba filtrar las goteras. Hoy, después de un aumento considerable de renta, su consumo incluye televisión por cable y excéntricos mocasines. Pero decir que la satisfacción que deriva de estas últimas comodidades y diversiones es menor que la que proporcionan las calorías adicionales y la eliminación de las goteras sería completamente inadecuado. Las cosas han cambiado, se dice; se trata de un hombre distinto; no existe verdadero patrón para efectuar comparaciones. Se llega a admitir que un individuo, en un momento determinado, pueda derivar unas satisfacciones menores de los incrementos marginales de unas existencias dadas de bienes y, por lo tanto, no pueda inducírsele a pagar mucho por ellos. Pero esto no nos dice nada acerca de las satisfacciones que proporcionan tales bienes adicionales y, más especialmente, las que puedan proporcionar unos bienes distintos cuando se los adquiere más tarde. La conclusión es evidente. No se puede asegurar nunca que disminuya la satisfacción que se derive de esos incrementos posteriores en el tiempo de las existencias de bienes del individuo. Por lo tanto, es imposible afirmar que la producción que los proporciona tenga una utilidad decreciente.

Por esta razón los economistas no son muy amigos de la psicología, dado que psicólogos como Abraham Maslow, basándose en sus experiencias clínicas, han establecido una jerarquía de necesidades. Dicha jerarquía invalida por completo la teoría neoclásica de las necesidades del consumidor.

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Una vez analizado lo inadecuado de la teoría económica convencional, podemos preguntarnos de dónde surge entonces la fiebre consumista si no es del deseo de satisfacer necesidades realmente urgentes y perentorias. Galbraith señala dos fuentes, por un lado la carrera por la emulación, el afán de tener algo igual o superior a lo que tiene el vecino, y por otro lado la publicidad y la técnica de ventas. Sin duda la publicidad funciona, dado que en caso contrario no se dedicarían tantos recursos a ella. Esto nos pone en una situación muy incómoda, sólo podemos concluir que es la propia producción la que crea las necesidades que ella misma satisface.

Este extremo es tan importante que debemos analizarlo con más detalle. Las necesidades del consumidor pueden tener causas grotescas, frívolas o incluso inmorales y, sin embargo, se puede realizar una maravillosa defensa de la sociedad que procura satisfacerlas. Pero no se puede mantener esta defensa si es el mismo proceso de satisfacción de necesidades el que viene a crearlas. Ya que en este caso el individuo que insiste en la importancia de la producción para satisfacer esas necesidades se encuentra precisamente en la misma posición del espectador que aplaude los esfuerzos de la ardilla para adelantarse a la rueda que está accionando con sus propias energías.

No conozco ningún intelectual que haya propuesto a una ardilla dando vueltas a una rueda, en una carrera sin fin, como modelo de buena sociedad, pero es ahí a dónde nos conduce la posición suprema de la producción en la escala de valores social. Sin embargo, no debemos dejar de reconocer que la producción, a pesar de ser en esencia superflua, actúa como paliativo de muchos otros problemas.

El incremento de la producción equivalía a aliviar la desocupación, la inseguridad agrícola, la amenaza de quiebra para el pequeño comerciante, el riesgo de los inversores, las preocupaciones financieras de los estados, de los municipios, incluso el desventurado hacinamiento que se produce cuando la gente no puede poseer o alquilar sus propias casas y debe habitar con otras personas.

La solución a estos problemas, como analizará Galbraith al final del libro, es luchar contra ellos de forma directa, y no de una forma indirecta, a través del incremento de la producción. Esto es de suma importancia, porque la posición suprema de la producción en nuestra escala de valores está trufada de consecuencias funestas, como los escasos recursos, que no se pueden detraer de la producción, dedicados a la formación de las personas, o al mismo conocimiento científico, o el fomento sin límite del endeudamiento para espolear el consumo. Galbraith explica que en las sociedades desarrolladas pudimos prescindir de los bienes que producían los niños o los ancianos porque ya no eran vitales para nuestro bienestar, una vez cubiertas las necesidades del escalafón más bajo de la jerarquía que describe Maslow. De la misma forma podríamos haber seguido reduciendo la jornada de trabajo, cambiando tiempo de vida por la producción de unos bienes que ya no son urgentes. Dejar de centrarnos en la producción abre una abanico inmenso de posibilidades al ser humano, podemos elegir cuales serán las nuevas prioridades.

Pero el mayor acierto del economista norteamericano fue percibir que hay un nexo común que une todos los males a las que nos condena el crecentismo, y es la minusvaloración de los bienes públicos, sin mercado, frente al predominio absoluto de los bienes privados.

La familia que hace una excursión en su coche color malva y cereza, con aire acondicionado, conducción asistida y servofreno, pasa a través de ciudades deficientemente pavimentadas, afeadas por los desperdicios, los edificios desconchados y los anuncios junto a postes de conducciones eléctricas que deberían ser subterráneas desde hace ya tiempo. Contemplan un paisaje rural que es casi invisible por obra y gracia del arte comercial. Meriendan con unos alimentos exquisitamente empaquetados que sacan de una nevera portátil, a orillas de un arroyo contaminado, y pasan la noche en un parque que es una amenaza para la salud pública y la moral. Y antes de adormecerse, acostados en un colchón neumático, cobijados en una tienda de nailon y rodeados por el hedor de la basura semicorrupta, pueden reflexionar vagamente sobre la curiosa desigualdad de las mercedes que se les han otorgado. Realmente, ¿es esto el genio americano?

Aunque Galbraith apenas cita muy de pasada el deterioro medioambiental, son evidentes las conclusiones que se derivan de su teoría del desequilibro social entre bienes públicos y privados que es consustancial al crecentismo. Con el tiempo, los bienes púbicos terminarían destruidos, como así está ocurriendo con algunos de tanta transcendencia como un clima benigno o el resto de servicios medioambientales que nos proporciona la biodiversidad del planeta. Ante esta situación, los neoliberales reaccionarán creando mercados ficticios para los bienes públicos, como los derechos de emisión de dióxido de carbono, o el pago de los derechos públicos educativos en un cheque para gastar en escuelas privadas. De esta forma, los crecentistas de izquierdas, ignorando los escritos del que otrora fue un keynesiano ejemplar, luego convertido en heterodoxo, con su énfasis en el dominio absoluto de la producción sobre todo lo demás, son el cómplice necesario en la destrucción de los bienes públicos que allana el camino al proceso de privatización neoliberal.

Pero sin duda ellos no estarán dispuestos a reconocerlo, a pesar de las evidencias presentadas hasta el momento. Siempre puede argüirse que el socialismo sí es capaz de incrementar los bienes privados preservando los públicos, o que puede evitar el proceso de generación de necesidades superfluas mediante su socialización. Este es el camino emprendido, realizando un doble salto mortal con tirabuzón, por Vincent Navarro, cuando afirma, en el artículo anteriormente reseñado.

Uno de los puntos que subrayé en aquel libro era que el socialismo tenía que cambiar no solo la distribución de los recursos, sino la forma y tipo de producción. Y para que ello ocurriera era fundamental cambiar las relaciones de poder en el mundo de la producción (con la democratización de la producción, que es distinto a su estatalización) y cambiar el motor del sistema, de manera que el afán de lucro se sustituyera por el afán de servicio a las necesidades humanas, definidas democráticamente.

¡Claro! Las necesidades se determinarán democráticamente ¿Y qué decidirá el pueblo? ¿Un mercedes y un chalet con piscina para todos? Al distribuir un bien de lujo entre el conjunto de la población pierde por completo su valor, ya que deja de tener utilidad en la carrera por el estatus, y nos obliga a perpetuar esta carrera insostenible sin saciedad material posible.

Seguramente el pueblo sería más inteligente que todo eso, creemos firmemente en las virtudes de la democracia, pero si como plantea Navarro definimos democráticamente las necesidades humanas, no tiene sentido concluir que el resultado debe implicar un mayor crecimiento económico. Bien podría ocurrir que una deliberación pública informada concluyera que hay una forma más realista y alejada del economicismo imperante de satisfacer las necesidades humanas. En tal caso la apuesta por el crecimiento se convierte en un apriorismo antidemocrático; incurre en la contradicción de decirnos cuál debe ser el resultado de tal deliberación. El problema es que detrás de esa retórica democrática se esconde una teoría de las necesidades humanas tan deficiente como la enarbolada por la economía ortodoxa neoliberal.

Una teoría de las necesidades humanas debería estar basada en fundamentos psicológicos y antropológicos, prestando mayor atención hacia aspectos cualitativos, no lineales, del comportamiento individual y de la sociedad. Una teoría que cumple estos requisitos es la del psicólogo Abraham Maslow sintetizada en la figura superior, otra de ellas es la del economista Manfred Máx-Neef. La relevancia del planteamiento de Max-Neef es que establece una taxonomía de necesidades universales, válidas transculturalmente, siempre y cuando sepamos distinguir entre necesidades, satisfactores y bienes económicos. Quién mejor lo explica es el propio economista chileno en su libro Desarrollo a escala humana:

Se ha creído, tradicionalmente, que las necesidades humanas tienden a ser infinitas, que están constantemente cambiando, que varían de una cultura a otra, y que son diferentes en cada periodo histórico. Nos parece que tales suposiciones son incorrectas, puesto que son producto de un error conceptual.

El típico error que se comete en la literatura y análisis acerca de las necesidades humanas es que se explicita la diferencia fundamental entre lo que son propiamente necesidades y lo que son satisfactores de esas necesidades. Es indispensable hacer una distinción entre ambos conceptos, por motivos tanto epistemológicos como metodológicos.

La persona es un ser de necesidades múltiples e interdependientes. Por ello las necesidades humanas deben entenderse como un sistema en las que se interrelacionan e interactúan. Simultaneidades, complementariedades y compensaciones son características de la dinámica del proceso de satisfacción de necesidades.

Las necesidades humanas pueden desagregarse conforme a múltiples criterios, y las ciencias humanas ofrecen en este sentido una vasta y variada literatura. En este documento se combinan dos criterios posibles de desagregación: según categorías existenciales y según categorías axiológicas. Esta combinación permite operar con una clasificación que incluye, por una parte, las necesidades de Ser, Tener, Hacer y Estar, y, por la otra, las necesidades de Subsistencia, Protección, Afecto, Entendimiento, Participación, Ocio, Creación, Identidad y Libertad. Ambas categorías de necesidades pueden combinarse con la ayuda de una matriz.

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De la clasificación propuesta se desprende que, por ejemplo, alimentación y abrigo no deben considerarse como necesidades, sino como satisfactores de la necesidad fundamental de subsistencia. Del mismo modo, la educación (ya sea formal o informal), el estudio, la investigación, la estimulación precoz y la meditación son satisfactores de la necesidad de entendimiento. Los sistemas curativos, la prevención y los esquemas de salud, en general, son satisfactores de la necesidad de protección.
Habiendo diferenciado los conceptos de necesidad y de satisfactor, es posible formular dos postulados adicionales. Primero: Las necesidades humanas fundamentales son finitas, pocas y clasificables. Segundo: Las necesidades humanas fundamentales (como las contenidas en el sistema propuesto) son las mismas en todas las culturas y en todos los periodos históricos. Lo que cambia, a través del tiempo y de las culturas, es la manera o los medios utilizados para la satisfacción de las necesidades.

Una economía centrada en las necesidades humanas es aquella que tiene por objeto la producción de personas autónomas, capaces de encontrar los satisfactores más adecuados a sus necesidades, independientemente de la producción de bienes. Necesitamos sentirnos atractivos y sentir afecto, no maquillaje, sea esto decidido por el mercado o “democráticamente”. La democracia entra en escena para asegurar que nadie es excluido de la satisfacción de las necesidades que pueden ser cubiertas con bienes (alimentación, techo, abrigo, etc), y para intentar dar a cada individuo las herramientas necesarias para encontrar los satisfactores adecuados al resto de sus necesidades, satisfactores que deberían ser prioritariamente inmateriales (como podemos ver muchos en la tabla anterior: autoestima, amistades, conciencia crítica, maestros, etc) porque la energía gastada de forma más eficiente es la que no se gasta de forma innecesaria, y el proceso productivo que genera menos residuos y consumo de materias primas es el del bien que no se produce de forma innecesaria.


Tendiendo puentes

¿Podemos encontrar puntos de confluencia con la izquierda crecentista? Una economía centrada en las necesidades humanas debería erradicar la pobreza, y reducir significativamente la desigualdad, ya que ambos problemas, el primero en un grado mayor que el segundo, son incompatibles con una satisfacción plena de dichas necesidades.

Al mismo tiempo, John Kenneth Galbraith, nos ha dado la clave del problema de nuestro tiempo, y como resolverlo, problema fuertemente enraizado en los errores del crecentismo: la supremacia de los bienes privados, con mercado, sobre los bienes públicos, y el consiguiente deterioro y desaparición de los segundos.

Un plan para recuperar, en la medida de lo posible, esos bienes públicos, mediante el trabajo humano, y que garantice una renta a personas que tienen problemas para satisfacer sus necesidades básicas, las que dependen de bienes materiales, sería una idea en la que podríamos confluir.

Así por ejemplo, es bien sabido que aumentar un 0,4% el contenido de carbono en los suelos lograría que el balance neto de carbono emitido a la atmósfera se redujese a cero. El problema es que los suelos nos prestan servicios medioambientales, como la captura de carbono, que no tienen valor de mercado. Aumentar el carbono en el suelo no nos hace más ricos, en el sentido en el que habitualmente lo entendemos, ya que no nos hace disponer de más bienes para consumo privado. Nuestro sentido de la riqueza es profundamente erróneo. Por el contrario, el trabajo necesario para realizar esa labor, tendría que ser retribuido, en parte, mediante la posibilidad de adquirir bienes básicos de consumo como alimento, techo, abrigo. La situación nos obliga a redistribuir de forma más generosa algunos bienes de consumo privado, y una forma de legitimar esta redistribución es el trabajo en la recuperación de los bienes públicos.

¿Aumentaría ello la demanda y por tanto el tamaño de la economía? No tiene porqué ser así, en la actualidad ya producimos suficiente cantidad de estos bienes para todos, bastaría con evitar su derroche o su acaparamiento. En cualquier caso, el decrecimiento no implica, como algunas veces se expone de forma caricaturesca, un descenso proporcional de todos los sectores y de la producción de todos los bienes económicos. Por ejemplo, estamos dispuestos a reconocer que el sector de energías renovables tiene que crecer, aunque discutimos hasta qué escala es posible ese crecimiento.

Igual que hemos hablado del carbono en los suelos, podríamos hablar de educación, cuidados, etc. Sin embargo, no tenemos la misma urgencia en la recuperación de todos los bienes públicos. La situación de degradación medioambiental requiere medidas urgentes, y para que se puedan llevar a cabo es necesario librarse del corsé de los errores de las tesis del crecentismo.


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