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UNA RENTA BÁSICA EN ESPECIE

por Vindicator Hace 8 años
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El tema de la renta básica ha pasado a convertirse en caballo de batalla en el terreno político. De hecho, hay quienes dicen que hay que dársela a todo el mundo por el simple hecho de ser español. Evidentemente, el reino de Jauja ya formó parte del folclore popular desde que Lope de Rueda publicó su libro en 1565, y era una tierra en la que se les pagaba a los hombres por dormir, se les fustigaba si insistían en trabajar, los árboles eran de tocino y sus hojas de pan fino, mientras que las calles estaban adoquinadas con yemas de huevo y lonjas de tocino, asadas y fritas.

Pero la realidad es que Jauja está en Perú, en la provincia de Junín, y fue descubierta por Francisco Pizarro, y lo único cierto sobre esta zona era que poseía hermosos paisajes, tierras fértiles y minas de oro. El imaginero popular, junto con los “mensajes incentivadores” para que los marinos españoles se apuntasen a la aventura americana hizo el resto.

Nunca ha existido un país en el que los seres humanos no tuviéramos que ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente (si exceptuamos a la clase política), ni ha habido un sistema político en el que se pagara a la gente por no trabajar, entre otras cosas porque sería un claro desincentivo para los que sí trabajan, que son los que tiran de las riendas del país, y hacen posible que los más desfavorecidos puedan recibir las prestaciones necesarias para seguir viviendo.

Dicho esto, lo que tampoco puede hacer un país moderno y occidental es volver la cara a los problemas que existen dentro de sus fronteras. Y la realidad es que hay mendicidad, pobreza, inmigrantes sin papeles, desempleo, desarraigo, marginación, etc. Hace unos días veíamos a las mendigas rumanas haciendo numeritos en la Plaza Mayor de Madrid para conseguir que les dieran unas monedas los despectivos holandeses; y luego, decían a la prensa que les encantaría que volviera a ocurrir, ya que habían conseguido más que otros días.

El Gobierno institucionalizó hace tiempo una prestación de 420 euros como ayuda a los desempleados de larga duración. Pero evidentemente sólo llega a una parte de los afectados, y además no necesariamente a los que lo están pasando peor. Tenemos que tener en cuenta que hay varios niveles de marginación. Están, los parados de larga duración que pueden tener familia o incluso un apartamento heredado o comprado en épocas de bonanza, pero también hay decenas de miles de personas que viven tiradas en las calles, colectivos de inmigrantes que sobreviven en guetos, etc. En suma, si decimos que el 20% de la población en vez de vivir, simplemente sobrevive, no creo que estemos diciendo ninguna tontería.

De todas las necesidades de estos colectivos, probablemente la alimentación sea la más necesaria a corto plazo. Si se hace que lo dice el Sr. Iglesias, las arcas del Estado quedarían bastante maltrechas, y no sabríamos el destino del dinero. En España hay un millón de ludópatas y probablemente dos millones de alcohólicos. No tiene sentido usar dinero público para que se lo traguen las máquinas de los bares o para que se lo beban en vino, y luego encima caneen a la “parienta”. Y sin embargo, sí que estoy de acuerdo con el Sr. Iglesias en que la gente tiene que comer y tiene que ser asistida. Pero no sólo yo estoy de acuerdo; también lo están Caritas y las monjitas. Y es que estamos hablando de un problema que no es de izquierdas ni de derechas, por más que algún encantador de serpientes intente convencernos.

Siempre me ha sorprendido que el kilo de sandías en las fincas de la provincia de Toledo se les pague a los agricultores a 50 céntimos el kilo, y una hora después, en los mercados de Madrid, esas misma sandías se vendan a los consumidores a 2,50 euros el kilo, es decir, cinco veces más caras, máxime cuando las sandías no necesitan ningún tipo de embalaje ni protección. Simplemente se cargan en un camión y se llevan al mercado en la capital. Esta situación ocurre con la mayoría de los productos agrícolas y lácteos, y siempre pasa lo mismo, los ciudadanos los compramos entre tres y cinco veces más caros que lo que cobran los productores. Luego, los intermediarios se compran un Ferrari, o varios, y disfrutan de una vida a la que somos ajenos la mayoría de los mortales.

Ese 20% de marginados lo que necesita es lo más básico: comida, un sitio digno donde dormir, y si es posible algo de esperanza que les devuelva un poco de autoestima. Ahora bien, ¿por qué hay que dar dinero de forma indiscriminada?, ¿por qué no les damos la renta básica en especie? Existen ya muchos puntos de reparto de alimentos que pueden ser utilizados, y el Gobierno puede llegar a un acuerdo con las ASAJA de turno para conseguir contratos permanentes de suministro de productos agrícolas y lácteos directamente desde el productor al consumidor. Esto sería bueno para las asociaciones de productores, puesto que les estabilizaría la demanda, y sólo sería malo para los intermediarios que sin hacer nada se forran a cuenta de todos nosotros.

El problema siempre ha sido logístico, pero ahora estamos en la era digital, y se puede censar perfectamente a todos los potenciales demandantes de las ayudas de subsistencia, entregarles una tarjeta prepago, que sería recargable mensualmente por el Ministerio encargado de los asuntos sociales, y que haría la recarga, no en euros, sino en “basicoins”, es decir, en unidades de renta básica. Simplemente habría que evaluar las necesidades mensuales de un sujeto en materia de alimentación: cinco kilos de arroz, tres de pasta, treinta barras de pan, diez litros de leche, tres kilos de carne, dos kilos de pescado, etc., y que cada interesado pudiera ir a los centros de reparto y usar su tarjeta para ir recibiendo estos productos de forma gratuita. La equivalencia entre el “basicoin” y las unidades físicas es un tema técnico fácilmente resoluble.

El Estado se ahorraría probablemente dos tercios de las ayudas que habría que dar en una renta básica en euros, y con el mismo coste actual de la prestación por desempleo de larga duración, probablemente podría llegarse a toda la población necesitada. Los afectados tendrían una tarjeta prepago que les serviría tanto para usar los servicios sanitarios (en el caso de los “sin papeles”), como para el consumo alimentario, como en su caso, para identificarse en centros de acogida donde pudieran dormir. Y además, tendríamos un censo fehaciente de la población marginada española.

Con ello además conseguiríamos liberar a Caritas y las demás ONGs de unos costes que podrían ser destinados a otras prestaciones mucho más interesantes, como son el futuro desarrollo de la población marginada, es decir, dejarían de dar peces a la gente para enseñarles a pescar, y darles esperanza. Esa gente ha perdido completamente la autoestima, y a lo mejor es importante que se les enseñe un oficio o cualquier otra forma de ganarse la vida. ¡Quién sabe! A lo mejor, en un futuro, tendríamos menos marginados, y el coste para las arcas públicas sería todavía menor. Puede ser una buena inversión.


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