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Pitos y libertad

por Laissez Faire Hace 8 años
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La pitada al himno de España en la Final de la Copa del Rey ha suscitado un muy enconado debate sobre la legitimidad de ultrajar los símbolos nacionales. El propio Gobierno ha salido al ruedo a “condenar los ataques contra los símbolos que representan al conjunto de los españoles, a la democracia que los ampara y a la convivencia que comparten” y se ha mostrado favorable a que la Comisión Estatal contra la violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia en el deporte sancione a los organizadores del evento y a los promotores de la pitada.

Son muchos los que consideran adecuada la actuación del Gobierno y que incluso pretenden compatibilizarla con el escrupuloso respeto de las libertades individuales: a saber, que consideran que la coacción contra quienes ultrajan el himno nacional es perfectamente compatible con el liberalismo. Mi objetivo en este artículo no es repartir carnets de liberal, sino simplemente estudiar honestamente si alguna postura (sancionar los pitidos o no hacerlo) resulta más compatible con las bases filosóficas del liberalismo. Para ello, analizaremos los cuatro argumentos que suelen aducirse para justificar la compatibilidad de la sanción con el liberalismo.

1.Lo establece la ley

El primer argumento empleado para justificar la represión estatal de los pitidos contra el himno es que la ley así lo dispone. Por ejemplo, el artículo 543 del Código Penal reza que “las ofensas o ultrajes de palabra, por escrito o de hecho a España, a sus Comunidades Autónomas o a sus símbolos o emblemas, efectuados con publicidad, se castigarán con la pena de multa de siete a doce meses”.

A los efectos del debate planteado, es el argumento menos relevante de todos: la cuestión no es qué marca la ley, sino cuál debería ser la ley para que resultara más respetuosa con nuestras libertades: no es un debate sobre cuál es la normativa jurídica aplicable, sino sobre cuál debería ser la normativa jurídica existente. Si Montoro dispara el IRPF al 65%, la ley será muy clara al respecto, pero no creo que muchos se atrevieran a decir que se trata de una normativa respetuosa con nuestras libertades.

1.Son una agresión colectiva

El segundo argumento sí tiene más calado y viene a señalar lo siguiente:

1.El liberalismo se opone prima facie a la iniciación de la violencia.
2.Agredir verbal o gestualmente a una persona es un tipo de violencia.
3.Los símbolos nacionales representan a todos los españoles.
4.Por consiguiente, el liberalismo debe oponerse al ultraje contra los símbolos nacionales: agredir verbal o gestualmente a estos símbolos nacionales equivale a ejercer la violencia contra todos los españoles.

Aceptemos como provisionalmente válida la premisa 1 (una reflexión más extensa y matizada sobre este punto pueda hallarse en mi último libro Contra la renta básica) y centrémonos en estudiar las dos siguientes premisas y la conclusión.

¿Agredir verbal o gestualmente a una persona es un tipo de violencia? Normalmente, cuando los teóricos liberales hablan de proscribir la coacción, la violencia o la agresión se refieren a coacción y agresiones físicas, no verbales. La razón de fondo de esta interdicción de la violencia es que existe una presunción de libertad —equiparable a la presunción de inocencia— en el comportamiento de cada agente. La violencia física quiebra esa presunción de libertad en tanto impide que una persona actúe como prefiere o en tanto se la obliga a actuar de un modo que no desea: la violencia física, en suma, socava la capacidad de agencia de las personas que la sufren. ¿Sucede lo mismo con la “violencia” verbal?

Ciertamente, podríamos interpretarlo de ese modo: si yo insulto a una persona, le estoy causando un daño que no tiene obligación de soportar y, por tanto, puedo valerme de ese daño (o de la amenaza de ese daño) para imponerle mis fines o prohibirle los suyos. Hasta aquí, tanto la agresión física como la agresión verbal podrían resultar perfectamente equiparables y podrían merecer un mismo trato dentro del liberalismo. Sin embargo, fijémonos en lo siguiente: el daño que causamos a terceros por nuestras agresiones verbales es un daño que se materializa en la ofensa a esos terceros; en cambio, el daño causado por las agresiones físicas se materializa en la fuerza que infligimos sobre el cuerpo de terceros. Si bien poner fin a una agresión física es algo relativamente fácil de conseguir (salvo excepciones como los olores, por ejemplo), terminar una ofensa verbal o gestual es algo muy complicado de lograr: básicamente, porque el ofendido siempre puede alegar que sigue estando ofendido (y en casos de personas muy susceptibles, podría ser incluso cierto).

Imaginemos una sociedad donde todos dispusiéramos del derecho a ejercer legítimamente la coacción sobre aquellas personas que nos ofendan verbal o gestualmente. En la práctica, sería una sociedad donde todos contaríamos con un derecho cuasi ilimitado a reprimir los comportamientos ajenos: no ya porque estratégicamente simularíamos ofensas ficticias para bloquear acciones ajenas, sino porque en una sociedad donde se reconoce el derecho a no ser ofendido de ningún modo, la propia susceptibilidad de cada persona se dispararía. ¿Dónde quedaría la libertad de una persona si cualquier gesto, palabra o acción que fuera conceptualizada como una ofensa por otra persona pudiera ser prohibida por constituir una agresión? Es más, en el extremo una persona puede ofenderse de que otra se ofenda (algo tremendamente frecuente en cualquier interacción social), de modo que una persona pasaría a ser agredida y agresora a la vez. ¿Cómo implementar normas de convivencia en tales condiciones? Imposible. Al final, pues, el pretexto de las agresiones verbales parece ser una excusa para legitimar las agresiones físicas en determinados contextos.

Vayamos con la tercera premisa: ¿los símbolos nacionales representan a todos los españoles? Así lo establece la ley y, por tanto, podemos considerarla una especie de representación no voluntaria: es decir, el símbolo representa incluso a personas que no quieren ser representadas por él. Ahora bien, aun cuando admitamos que la ley puede imponer este tipo representaciones, lo que no puede hacer la ley es prohibir otras representaciones percibidas por los agentes: es decir, los símbolos nacionales no sólo tienen por qué representar al conjunto de los españoles, sino que pueden representar también otras ideas o conceptos como el Estado español, la unidad territorial, el colonialismo español, el Gobierno del PP, la corrupción institucional, etc. La representación simbólica es de libre interpretación.

Así las cosas, la conclusión no parece avalar que el liberalismo deba oponerse al ultraje a los símbolos nacionales: quien pita al himno no necesariamente lo hace para pitar (para agredir verbal o gestualmente) a todos los españoles que son forzosamente representados por esos símbolos. Las personas que pitan al himno pueden estar silbando contra un símbolo que, a su juicio, representa otras ideas o instituciones contra las que se oponen (como la inconstitucionalidad del derecho de secesión, por ejemplo) y a las que es perfectamente legítimo criticar (ya sea con pitidos, con artículos en prensa, con discursos en televisión…). Son las personas que se sienten representadas por esos símbolos las que interpretan que los silbidos van contra ellas mismas y que, por tanto, están siendo ofendidas: pero aquí nos topamos con el problema de que el liberalismo no parece legitimar el uso de la violencia contra quienes se sienten “agredidos” por ofensas verbales.

A la postre, si quien se siente representado por un himno tiene derecho a coaccionar a quienes pitan contra él por constituir una agresión contra su persona, ¿por qué quien se siente representado por un líder religioso o político no tiene derecho a coaccionar a quienes lo critican con dureza hasta el punto de arruinar la credibilidad y autoestima de sus seguidores? ¿O por qué no censurar caricaturas que ofenden el sentimiento religioso de centenares de millones de personas? ¿O por qué no tomar los ataques verbales contra los “representantes” del pueblo español (los diputados, por ejemplo) como ataques a los propios españoles? ¿O por qué no reprimir a quienes se especializan en desmontar la “mitología nacionalista” con la que tantos ciudadanos se sienten identificados en determinadas regiones de España? Si el argumento es que las agresiones verbales son equivalentes a las físicas y que agredir los símbolos representativos es agredir a las personas, no veo cómo escapar coherentemente de todas estas implicaciones que no suscribe (casi) nadie de los que sí defienden sancionar a los de los pitidos.
1.Socavan las bases del Estado nación

El tercer argumento afirma algo parecido a:

1.La protección de la libertad requiere de una organización política.
2.Toda organización política debe asentarse sobre una conciencia nacional.
3.Ultrajar los símbolos de la nación socava la conciencia nacional.
4.Por consiguiente, ultrajar los símbolos de la nación desprotege la libertad en tanto socava la organización política que la defiende.

De nuevo, aceptemos como válida la premisa inicial y centrémonos en las otras dos premisas así como en la conclusión.

¿Toda organización política debe asentarse sobre una conciencia nacional? Evidentemente no. Existen organizaciones políticas capaces de salvaguardar las libertades personales que no pasan por el Estado-nación (las ciudades-Estado, los imperios, las ligas, o incluso los Estados plurinacionales). Como mucho, podemos decir que toda organización política requiere de un grupo que se autorreconozca como tal (esto es, que los individuos que lo integren se vean como integrantes del mismo), y que este autorreconocimiento gira en torno a la existencia de unos símbolos comunes.

Por otro lado, ¿ultrajar los símbolos comunes socava la conciencia nacional (o grupal)? No necesariamente, en ocasiones incluso puede llegar a reforzarla: es bien sabido que el insulto contra el grupo puede contribuir a cohesionarlo y a limar las rencillas internas. Eso no quita, claro está, para que una sistemática campaña de desprestigio contra la idea de nación pueda terminar por socavarla, pero no existe ningún automatismo inexorable entre silbar el himno y destruir la idea compartida de nación (al contrario, utilizar la violencia para reprimir las críticas contra la simbología nacional sí puede exteriorizar un síntoma de una debilidad mucho más profunda de la idea nacional). Es más, la crítica a la simbología de una nación suele llevarse a cabo en muchas ocasiones para reivindicar otra nación (u otro grupo políticamente organizado): no se trata tanto de que no haya ninguna cuanto de sustituir una por otras (esto es, de reemplazar unas organizaciones políticas por otras).

En definitiva, si la organización política no necesita de la idea de nación y si, además, el ultraje a los símbolos de una nación ni siquiera tienen por qué destruirla (o pretenden destruir una nación para crear otras), no parece que el liberalismo pueda defender la coacción contra quienes pitan el himno apelando a que amenazan con hundir la organización política que salvaguarda la libertad: se puede pitar el himno sin que se hunda el Estado español e incluso puede pensarse que el Estado español podría reemplazarse por otras organizaciones políticas que siguieran salvaguardando la libertad.

De hecho, las implicaciones prácticas de este tipo de razonamientos legitimadores de la sanción a los pitadores son ciertamente inquietantes: si poner en riesgo la idea de nación española debe ser visto como un ataque contra la libertad de los españoles, entonces cualquier labor historiográfica o filosófica dirigida a oponerse a la idea de nación española debería ser sancionada o incluso censurada. Lo mismo, por cierto, con las críticas contra los representantes del pueblo español, contra la Constitución española o contra cualquier simbología grupal que reclame el Estado como propia.

1.No existe un derecho al boicot contra actos colectivos

Por último, Arcadi Espada ha puesto en duda que el liberalismo pueda compatibilizarse con un derecho al boicot contra actos colectivos. El argumento vendría a ser el siguiente:
1.Las personas suelen agruparse para celebrar reuniones, ceremonias u otros actos colectivos con un determinado propósito.
2.Estos actos colectivos requieren de normas que permitan su adecuado desarrollo en la consecución de ese propósito.
3.Por consiguiente, el boicot contra esas normas equivale a agredir la libertad de las personas que se han agrupado para celebrar ese acto colectivo.

Las premisas 1 y 2 admiten poca discusión, pero sí algunos matices. ¿Cuál es el propósito de un acto colectivo como un partido de fútbol? En principio, podría parecer que contemplar el espectáculo deportivo. Pero esa finalidad central bien puede convivir con otras auxiliares que no necesariamente dificulten su consecución. Por ejemplo, lanzar una bomba de humo al campo o a las gradas, ¿impide contemplar el partido? Sí, por tanto no parece razonable que esté permitido (a menos que el activo colectivo deje de ser un partido de fútbol y pase a considerarse una rave). ¿Pitar al himno nacional impide contemplar el partido de fútbol? No lo impide per se, por tanto no es obvio de entrada que deba prohibirse para respetar su normal desarrollo.

Así, con tal de justificar la coacción contra quienes ultrajan el himno, habrá que definir mejor cuál es el propósito de cada acto colectivo en cuestión: por ejemplo, el propósito del partido de fútbol podría ser el de “contemplar la Final de la Copa del Rey sin herir los sentimientos nacionales de ningún asistente” o “contemplar la Final del Copa del Rey agasajando al Rey de España”. Si se establece que el objetivo del acto es alguno de estos, evidentemente quien acuda al partido y no se someta a las normas de civilidad establecidas para alcanzar ese objetivo debería ser sancionado.

El punto, sin embargo, es: ¿quién debe determinar cuál es el propósito de un acto colectivo? Pues, básicamente, los organizadores: en este caso, la Real Federación Española de Fútbol y, en su caso, los clubes finalistas. Son ellos, y no el Estado, quienes deben determinar cuál es el propósito del acto que ellos organizan y, por tanto, son ellos quienes han de establecer las normas de comportamiento por las que se deben regir los participantes en ese acto así como sus correspondientes sanciones (por ejemplo, si los pitidos son localizados, sanción monetaria y expulsión; si los pitidos son generalizados, suspensión del partido sin devolución de la entrada). A este respecto, los ejemplos que pone el propio Arcadi son muy ilustrativos: en una misa, ¿podemos deponer sobre el cuerpo de Cristo? No (pero en una misa satánica probablemente sí podríamos). ¿Podemos comernos el cuerpo de Cristo? Sí. En un homenaje a Lluís Companys, ¿podemos cantar el Cara al Sol? No. ¿Pueden proferirse gritos contra España y el bando nacional? Sí. En un homenaje a Blas de Lezo, ¿puede hacerse mofa del almirante? No. ¿Podemos corear “Viva España Unida”? Sí. ¿Qué puede hacerse en cada uno de los casos? Aquello que los organizadores del acto decidan: no lo que el Estado imponga.

Lo anterior no significa, claro está, que deba parecernos bien cualquier decisión que tomen los organizadores: si convalidan los pitidos, mucha gente puede sentirse ofendida y expresar públicamente su desacuerdo y sus críticas. Asimismo, tampoco significa no pueda ejercerse ningún tipo de presión negociadora sobre los organizadores de la Final de la Copa del Rey: el Rey de España, por ejemplo, podría haber condicionado su presencia a que los organizadores incluyeran algún tipo de norma que sancionara los pitidos; los anunciantes podrían amenazar con no publicitarse a menos que ese tipo de normas de civilidad estén en vigor. Pero lo que no es de recibo es que si los organizadores, pese a todo, desean tolerar los pitidos, el Estado los sancione por ello. En mi casa, mis reglas: y si a los que somos ajenos a la casa no nos gustan las reglas, basta con que no entremos. Pero no recurramos a la violencia para imponerles a los demás una visión moral del mundo que no tienen por qué compartir.


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