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En defensa del cártel de la leche

por Laissez Faire Hace 9 años
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La palabra cártel lleva asociada carga evidentemente peyorativa. Sin embargo, la RAE simplemente lo define como un “convenio entre varias empresas similares para evitar la mutua competencia y regular la producción, venta y precios en determinado campo industrial”. Eso de “evitar la mutua competencia” no suena del todo bien, aunque tampoco hay motivo para que sea así: si dos agentes no compiten entre sí, simplemente están cooperando. La propia RAE define cooperar como “obrar juntamente con otro u otros para un mismo fin”: es decir, el cártel es una cooperación empresarial para minimizar la competencia salvaje entre los partícipes en el cártel.

¿Es negativa la cooperación empresarial para no perjudicarse mutuamente? Muchos anticapitalistas consideran que no, que de hecho el Estado debería imponer la sustiución de la competencia por la cooperación entre empresas. Por ejemplo, Christian Felber, en su libro La economía del bien común, propone instaurar un régimen de “cooperación estructural” entre empresas que sustituya a la competencia: “Tal vez el ejercicio de reflexión más difícil de la economía del bien común es la visualización de que las empresas no deben actuar unas contra otras, sino una con otras, y al hacerlo serán recompensadas por ello”. Es decir, Felber defiende que las empresas deben cartelizarse.

Mas que los anticapitalistas rechacen la competencia es algo desde antaño conocido: acaso sorprenderá, en cambio, que un liberal afirme que la competencia directa y enconada entre agentes económicos no siempre tenga por qué ser positiva. Semejante sorpresa probablemente se deba a confundir el liberalismo (y los beneficios económicos que comporta) con el modelo de competencia perfecta. Este modelo supone que la eficiencia económica se alcanza, entre otras condiciones, dentro de un contexto de agentes atomizados, asociales, independientes y sin capacidad alguna de negociación. Pero es obvio que este modelo peca de reduccionista en muchos supuestos fácilmente imaginables: en el mercado también existen las economías de escala (reducción de costes por incremento del número de unidades producidas y vendidas) y las sinergias (complementariedades positivas derivadas de la cooperación del capital humano, físico o financiero de dos o más unidades productivas). Por eso, las adquisiciones y fusiones entre empresas, las joint ventures, las franquicias o los acuerdos de distribución son modalidades de cooperación entre compañías que no encajan dentro del modelo de competencia perfecta pero que pueden ser perfectamente funcionales y eficientes.

De hecho, y llevando el propio modelo de irreal atomización propio de la competencia perfecta hasta el extremo, uno debería concluir que la propia existencia de empresas (sobre todo, cuando son empresas desigualmente organizadas y estructuradas) viola los supuestos del modelo. Una empresa no es más que un acuerdo por el que varios agentes productivos (empresarios y trabajadores de muy distintas categorías) deciden cooperar para producir conjuntamente. ¿Y por qué existen las empresas? Entre otros motivos, porque así minimizamos tanto los costes de transacción asociados con la captación de información en el mercado (Coase) cuanto los costes del oportunismo engendrado por los incentivos perversos propios de contexto con ultraespecificidad de activos (Williamson). Anatema: personas cooperando dentro del capitalismo en lugar de compitiendo hasta aniquilarse mutuamente.

O dicho de otra manera: una de las principales ventajas competitivas es descubrir el tipo de organización empresarial óptima para generar en cada contexto económico el máximo valor posible para los consumidores. ¿Y cuál es esa organización empresarial óptima en cada contexto económico? Simplemente no lo sabemos: para eso existe el mercado… para probar, equivocarse, rectificar y terminar descubriéndolo. La competencia, decía Hayek, es un proceso de descubrimiento: y, por tanto, no sólo hemos de permitir la competencia en el precio o en las cualidades del producto final, sino también en la propia organización empresarial encargada de fabricarlo. ¿Podría ser el cártel una de esas formas de organización empresarial óptima en algunos contextos? Sí, podría.

¿Para qué sirven los cárteles?

Los cárteles son una fusión parcial y reversible entre dos o más empresas dirigidos esencialmente a coordinar los precios y las cantidades que ofertarán a sus clientes así como los precios y las cantidades que demandarán a sus proveedores. Indudablemente, una de las principales razones para establecer un cártel puede ser el de aumentar su poder de negociación frente a sus clientes o proveedores: cobrarles un mayor precio a los primeros y pagarles un menor precio a los segundos.

Ésta es la finalidad que muchos consideran más innoble y censurable de los cárteles: la colusión para parasitar a clientes o a proveedores desequilibrando la posición negociadora de las partes. Pero el cártel bien podría servir para lo contrario: es decir, no para desequilibrar la posición negociadora de las partes, sino para equilibrarla. Si los consumidores o los productores se hallan muy dispersos frente a un gran suministrador o frente a un gran cliente, pueden cartelizarse para ponerse a su altura. En determinados ámbitos, de hecho, estos cárteles por el lado de la demanda y por el lado de la oferta no sólo los consideramos moral y económicamente aceptables, sino incluso del todo imprescindibles.

Por ejemplo, no es inhabitual que los consumidores se agrupen frente a las grandes eléctricas para efectuar compras colectivas de electricidad con las que lograr un precio medio inferior a si cada uno de ellos negociara individualmente (una solución propuesta por el economista Harold Demsetz ya en 1968). ¿Y qué es una agrupación de consumidores para lograr mancomunadamente un menor precio? Pues un muy legítimo cártel de demanda. Lo mismo cabe decir con respecto al más célebre de los cárteles de oferta: los sindicatos. En un sindicato, los trabajadores se unen (se cartelizan) para reivindicar un mayor salario (un mayor precio) frente al empresario; no en vano, la primera de las leyes antitrust de la historia (la Sherman Act estadounidense de 1891) no sólo prohibía los acuerdos entre empresas para fijar precios, sino también los acuerdos sindicales entre trabajadores para fijar salarios (restricción que no se levantó hasta 1914 con la Clayton Act).

Pero los beneficios del cártel no se limitan a otorgar un mayor poder de negociación a alguna de las partes. Los cárteles también sirven para racionalizar la situación de sectores en los que existe sobreproducción (las distintas empresas acuerdan reducir proporcionalmente su producción en lugar de aguantar hasta que alguna de ellas quiebre) o para coordinar la desinversión en industrias maduras minimizando el quebranto asociado.

En suma, los cárteles cumplen una función económica que puede ser valiosa. Remarco el puede porque, como es obvio, el cártel —como cualquier forma de organización empresarial— también puede ser inadecuado para un determinado contexto económico, infligiendo mayores perjuicios que los beneficios que genera. Para eso sirve, justamente, la verdadera competencia: a saber, la posibilidad de que nuevos empresarios entren a competir en una industria cartelizada ofreciendo precios más bajos para los consumidores o precios más altos para lo proveedores. Si el cártel es verdaderamente artificial e innecesario, romperlo será muy sencillo para cualquier nuevo entrante (e incluso para alguno de los empresarios cartelizados que se salga del acuerdo para lucrarse a costa de quienes siguen suscribiendo el acuerdo colusorio). Mientras el Estado no prohíba la competencia y no conceda privilegios al cártel, éste será por fuerza inestable si carece de toda lógica económica más allá que el mero lucro de los empresarios asociados.

El cártel de la leche

Esta misma semana inundó las páginas de los medios de comunicación la sanción de 88 millones de euros impuesta por la Comisión Nacional de Mercados y Competencia al llamado “cártel de la leche”: una asociación de empresas transformadoras de leche que manipulaban los precios de mercado. Acaso convenga aclarar, ya desde el comienzo, que se trataba de un cártel de demanda, no de oferta: es decir, las empresas transformadoras se asociaban para ganar poder de negociación frente a sus proveedores ganaderos no frente a los consumidores. La CNMC atestigua pactos para controlar los precios a los que compran la leche cruda, no los precio a los que venden la leche procesada. No obstante, no parece que esto sea suficiente disculpa. ¿Acaso los ganaderos no están siendo explotados por las empresas cartelizadas para pagarles barata la leche cruda?

Ciertamente, uno debe reconocer que los ganaderos están explotados, pero lo están sobre todo por la muy elevada regulación sectorial. La CNMC, por ejemplo, reconoce que “el sector está fuertemente regulado”, lo que “distorsiona el funcionamiento normal del mercado”. Así, a cada ganadero se le asigna una cuota nacional de producción que debe cumplir en un 85% si no quiere perderla para el ejercicio siguiente, y se le obliga a vender esa leche a un “comprador autorizado” por la autoridad competente. La consecuencia es que la legislación otorga un enorme poder a las empresas transformadoras: éstas pueden amenazar al ganadero con no recogerle la leche, lo que le impediría llegar a la utilización mínima del 85% de su cuota láctea y lo expulsarían del mercado al año siguiente. Éste es el verdadero problema de los ganaderos que hay que denunciar enérgicamente y por el que la CNMC pasa absolutamente de puntillas.

En cambio, el cártel de la leche, qua cártel, no debería resultar en sí mismo criticable. Y es que, en ausencia de cuotas y de compradores administrativamente autorizados, serían las empresas transformadoras las que, por sorprendente que pueda parecer, se hallarían en una situación de precariedad negociadora frente a los ganaderos. A la postre, según reconoce la propia CNMC, la competencia descoordinada entre las transformadoras ante un mercado muy volátil y estacional provocaría subidas intensas de precios en época de escasez y, en cambio, resistencia a la baja de precios en época de abundancia: “en estos mercados tan oscilantes y de carácter estacional, [el cártel] estaría permitiendo que las empresas evitaran, por ejemplo, competir entre sí por los ganaderos ofreciendo un precio mayor en épocas de escasez de leche, o perder el aprovisionamiento procedente de algunos ganaderos si las empresas decidían ofrecer un precio demasiado bajo en épocas de excedentes de producción”. ¿Acaso no es razonable que un agente económico tome medidas [cartelizarse] para evitar la fluctuación de precios sistemáticamente en su contra?

De hecho, pese al presuntamente enorme poder de negociación con el que cuentan las empresas transformadoras, no parece que estén logrando un desmesurado lucro en su operativa. Si bien es complicado hallar información financiera específica de las actividades de las empresas sancionadas en este sector, sí contamos con las cuentas anuales de CAPSA (Corporación Alimentaria Peñasanta), la segunda empresa que ha recibido una mayor sanción (21,8 millones de euros: el equivalente a seis años de beneficios de la empresa). ¿Y qué exagerado margen de beneficios tiene CAPSA? El 0,7% en 2013 y el -0,03% en 2012 (generador de una rentabilidad sobre el activo de apenas 1% en 2013 y del -0,06% en 2012). Se trata, pues, de un retorno exiguo que no parece acreditar un enorme poder de negociación por parte de la empresa transformadora (salvo para sobrevivir y no ser devorada por las pérdidas: esa es justo la lógica del cártel… estabilizar donde existe sobrecapacidad).

En definitiva, los problemas de los ganaderos proceden de la regulación estatal que los maniata, no de un cártel de compañías transformadoras que, como todos los cárteles (incluyendo el de los sindicatos o el de las compras colectivas de electricidad), puede tener sentido económico según el contexto concreto. Precisamente, la forma de averiguar si la tiene no es penalizando al cártel mientras se mantiene la intrusiva regulación agropecuaria, sino liberalizando la industria para que pueda darse una efectiva competencia intrasectorial aun cuando algunos de sus actores lleguen a acuerdos colusorios. Por ejemplo, la regulación no debería obstaculizar que fueran los propios ganaderos quienes se cooperativizaran (¿cartelizaran?) en caso de que los compradores de la leche cruda les ofrecieran precios que juzgaran inaceptablemente bajos: en tal caso, la competencia sería endógena a los propios agentes implicados. Necesitamos libertad de mercado, no más engañosa competencia impostada por el Estado que en absoluto solventa los verdaderos problemas de fondo.


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