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Leyendo a Piketty: el surgimiento de las clases medias capitalistas

por Laissez Faire Hace 9 años
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Pese a que la mitad del aumento de la desigualdad en la distribución de la renta acaecido desde los años 70 se debe al incremento de la desigualdad en las rentas del trabajo, Piketty considera que el problema esencial del capitalismo moderno se halla en la desigualdad de las rentas del capital que a su vez deriva de la desigualdad de la propiedad del capital.

No en vano, el modelo teórico que presenta en la primera parte de su libro se orienta a eso: a demostrar que las dinámicas del capitalismo tienden muy probablemente a reforzar la supremacía de las rentas del capital sobre las del trabajo. Sin embargo, como ya tuvimos ocasión de comentar, el que las rentas del capital ganen peso sobre las rentas del trabajo no implica, automáticamente, que la desigualdad aumente: si las rentas del capital estuvieran equitativamente distribuidas, podría suceder que incluso aumentara la igualdad con el mayor peso de las rentas del capital sobre el conjunto de la renta nacional.

Por eso, Piketty intenta demostrar que sí ha habido una tendencia histórica hacia la concentración de la propiedad del capital que el francés atribuye a dos elementos: la herencia y los retornos crecientes a escala. En este artículo analizaremos si, en efecto, se ha producido esa tendencia histórica a la concentración del capital; en próximos artículos procederemos a valorar importancia de la herencia y de los rendimientos crecientes a escala a la hora de explicar la desigualdad en la propiedad del capital.

Una panorámica de la desigualdad del capital en los últimos dos siglos

Aunque Piketty recuerda al comienzo de su capítulo 10 que la propiedad del capital tiende a estar mucho más concentrada que la de las rentas del trabajo, él mismo reconoce que, en contra de sus pronósticos catastrofistas, a lo largo de los doscientos últimos años se ha producido una notable reducción de la desigualdad en la propiedad del capital en prácticamente todos los países del mundo: el 10% de individuos más ricos de la sociedad poseen actualmente entre el 60-70% de toda la riqueza nacional, cuando en 1810 poseían el 80% y en 1914, el 90%.

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Más abrupta todavía ha sido la caída del porcentaje de la riqueza nacional en manos del top 1%: desde el 45%-55% en 1810, o del 60-70% en 1914, hasta el 20%-30% actual.

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Lo sorprendente para Piketty, sin embargo, no es que a partir de la Primera Guerra Mundial la porción de la riqueza nacional en manos del 10% o 1% más rico de la sociedad se haya desplomado, sino que no haya regresado a sus niveles previos a pesar de la tímidamente ascendiente tendencia de los últimos 30 años. Y, en esta sede, el francés reconoce abiertamente que “no posee ninguna explicación definitiva y totalmente satisfactoria”.

A pesar de ello, Piketty sí desliza una hipótesis: entre 1914 y 1950 se produjo una gigantesca destrucción de riqueza debido a las guerras, las inflaciones (e hiperinflaciones) monetarias, las masivas nacionalizaciones, los procesos de descolonización o los altos impuestos sobre el patrimonio o las rentas del capital: destrucción de riqueza que se concentró especialmente entre los ciudadanos más acaudalados. Así, entre 1910 y 1950, la riqueza nacional de Reino Unido pasó de equivaler el 679% al 235%, en Francia cayó del 681% el PIB a solo el 278% y en EEUU del 490% al 380%; asumiendo que esa destrucción de riqueza la sufrieran sobreproporcionalmente los ricos, ello permitiría explicar por qué su participación en la riqueza total se redujo tan abruptamente. Y, siguiendo con esta línea explicativa, la única razón por la que los ricos no habrían recuperado su nivel de participación en la propiedad del capital previo a la Primera Guerra Mundial sería “que no ha transcurrido suficiente tiempo desde 1945”.

Piketty, empero, se ve forzado a reconocer que esta explicación “no es suficiente por sí sola”. El motivo es que el cambio en la distribución del capital no sólo ha sido cuantitativo, sino sobre todo cualitativo: por un lado, el 1% más rico de una sociedad ya no sólo vive merced a las rentas del capital, sino también a las del trabajo; por otro, la clase media ha pasado de ser propietaria de sólo un 5% de la riqueza nacional a poseer hasta un tercio de la misma. Asimismo, habría que añadir otro elemento que Piketty no menciona y que también abunda en la tesis del cambio cualitativo en la distribución de la riqueza: buena parte de la destrucción del capital acaecida durante la primera mitad del s. XX se debe a la desvalorización de las tierras de labranza (acontecimiento que no estuvo relacionado ni con las guerras, ni con las hiperinflaciones, ni con las nacionalizaciones, sino con la obsolescencia de ese bien de capital frente a otros nuevos). Por consiguiente, se hace necesario hallar cuáles son los elementos que explican ese cambio cualitativo en la distribución de la propiedad del capital.

A juicio del economista francés, ese otro elemento son los impuestos sobre el capital: “La explicación más natural e importante es que todos los gobiernos comenzaron a gravar el capital a lo largo del siglo XX, y que lo hicieron a tipos importantes (…) Podríamos demostrar que con un tipo efectivo del 30% sobre el capital, uno puede explicar cambios muy significativos en la desconcentración de la riqueza”. Por desgracia, Piketty no llega a probar este extremo (remite a su apéndice técnico, pero en el apéndice técnico no aparece ninguna demostración) y no queda claro cuán significativos son los cambios en la distribución de la riqueza a los que se refiere. Por ejemplo, en EEUU el 10% más rico de la sociedad poseía en 1970 el 64% de la riqueza nacional: asumiendo que ese 10% era capaz de rentabilizar esa riqueza al 5% y que el 90% restante se contentaba con un 2%, el 10% más rico debería haber visto incrementada su participación en la riqueza nacional hasta el 82% en 2010 (aun asumiendo un gravamen del 30% anual sobre las rentas del capital). En la realidad, sin embargo, apenas superó el 71%. Como ya dijimos y expondremos en los próximos artículos, Piketty asume que existen retornos crecientes a escala en la propiedad del capital, por lo que, incluso ubicándonos dentro de sus supuestos, el impuesto sobre el capital es incapaz de explicar por qué la desigualdad en la distribución de la riqueza no se ha incrementado mucho más de lo que lo hizo (como tampoco es capaz de explicar, por ejemplo, por qué las tierras de labranza se desvalorizan y, en cambio, emergen otras formas de capital).

Sin querer restarle importancia al papel que desempeñó la destrucción de riqueza durante la primera mitad del s. XX, creo que los elementos esenciales que permiten comprender el cambio cualitativo del que habla Piketty es dos: uno por el lado del ahorro y otro por el lado de la inversión.

Por el lado del ahorro, una porción creciente de la sociedad —las clases medias— han sido capaces de empezar a ahorrar una parte de sus rentas anuales y, gracias a ello, han podido participar en el proceso social de creación de riqueza. Al cabo, cuando una familia posee una renta tan exigua que apenas es capaz de ahorrar, tampoco puede capitalizar esa renta adquiriendo los activos que integran la riqueza nacional. Sin embargo, una vez las rentas comienzan a superar holgadamente el nivel de subsistencia, masas crecientes de la población pueden convertirse en capitalistas y, por tanto, empiezan a crear nuevos bienes de capital de su propiedad.

La importancia trascendental de este fenómeno no se le escapa al propio Piketty, quien llega a remarcar en varias ocasiones que: “No nos equivoquemos: la emergencia de una clase media verdaderamente patrimonialista fue la principal transformación estructural en la distribución de la riqueza de los países desarrollados durante el siglo XX”. Muy en concreto, las series históricas que nos ofrece Piketty en los capítulos 3 y 4 de su libro ponen de manifiesto que el peso de la vivienda —activo preferentemente adquirido por las clases medias ahorradoras— dentro del conjunto de la riqueza nacional se más que duplica entre 1910 y 2010 en Reino Unido, Francia o EEUU:

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Piketty también trata de atribuir este cambio estructural —esta patrimonialización de las clases medias— a la influencia de los impuestos sobre el capital, pero debería resultar obvio que el aumento de la capacidad de ahorro e inversión entre las clases medias no depende de la merma de la capacidad de ahorro de las clases altas. Uno podría defender con cierta base que las desigualdades en la tenencia del capital se han reducido por su agresiva fiscalidad, pero no que la patrimonialización de las clases medias responde a este motivo. Más razonable parece pensar que el progresivo aumento de la renta per capita en Occidente ha incrementado la capacidad de ahorro de un mayor número de ciudadanos y, en consecuencia, ha permitido convertirlos en propietarios capitalistas.

El segundo motivo que explica a mi juicio el cambio trascendental en la distribución de la riqueza afecta a la inversión: a lo largo del s. XX hemos presenciado una transición desde formas de producción poco complejas (agricultura y ciertas manufacturas industriales) a formas de producción mucho más complejas (economía del conocimiento). En tal escenario, el valor deja de concentrarse en la tierra o en la posesión de ciertos activos físicos y pasa a encontrarse mucho más disperso en el conocimiento.

Por desgracia, Piketty no es capaz de valorar la trascendencia de este proceso porque, como ya vimos, el francés define capital como “el valor de todos los activos no humanos que pueden ser objeto de propiedad e intercambiados en un mercado”, lo que le lleva a excluir el capital humano de sus estadísticas. La decisión podrá parecer inocente, pero no lo es. A la postre, no sólo sucede que el conocimiento está deviniendo el activo más importante de nuestras economías modernas, sino que además es uno de los dos activos donde predominantemente invierten las clases medias (junto con la vivienda). Si el efecto de incluir la vivienda en el cómputo de la riqueza nacional nos llevó a constatar la emergencia de una potente clase media patrimonialista. ¿Qué sucedería si en lugar de excluir el capital humano también lo incluyéramos?

Una omisión trascendental: el capital humano

Existe una forma más sencilla y coherente de definir capital que cómo lo hace Piketty y es la siguiente: capital es el valor económico de un factor productivo orientado a conseguir rentas monetarias dentro del mercado. Bajo esta concepción, los activos intangibles (como el conocimiento técnico, las relaciones comerciales o la reputación) también cabe considerarlos capital: en tanto en cuanto son elementos útiles para generar rentas dentro del mercado, son riqueza. Así, el capital humano (el conjunto de conocimientos que le permiten a una persona generar valor en el mercado) también es riqueza en tanto en cuanto constituye una fuente de rentas monetarias evaluable económicamente. O dicho de otro modo: las rentas futuras que puede generar hoy un ingeniero por el MIT son muy superiores a las que puede generar un agricultor analfabeto con una pequeña parcela de tierra; no tiene mucho sentido que consideremos esa pequeña parcela de tierra como riqueza y la formación técnica del ingeniero no.

Aunque Piketty también excluye de su cómputo de riqueza a los bienes muebles (automóviles, electrodomésticos, mobiliario…), esta omisión resulta cuantitativamente poco relevante: él mismo la cifra en menos del 10% de la riqueza nacional. No sucede lo mismo con la educación y la consecuente formación del capital humano: las familias occidentales destinan una porción gigantesca de sus rentas anuales a la inversión en educación (ya sea voluntariamente o de manera coactiva, esto es, a través de la financiación del Estado de Bienestar); una porción gigantesca que precisamente por destinarla a la inversión en educación no pueden emplearla en adquirir formas alternativas de riqueza. Por tanto, no capitalizar la inversión en educación equivale a reputar ese gasto como un mero despilfarro consuntivo de las familias. En EEUU, de hecho, todavía es peor: dado que las familias suelen para invertir en educación, estos pasivos familiares reducen la riqueza familiar neta en las estadísticas de Piketty pero, en cambio, el activo que se adquiere con ellas no aparece computado en esas mismas estadísticas (lo que sesga hacia la desigualdad la distribución de la riqueza: la deuda estudiantil en las familias muy ricas pesa mucho que en las familias de clase media).

Vamos a intentar enmendar esta fundamental omisión de Piketty calculando cuál es el valor del capital humano en EEUU. Dado que el capital humano no cotiza directamente en ningún mercado (esto es, carece de mercado secundario), estimaremos su valor económico como el resultante de descontar sus rentas futuras esperadas. ¿Qué rentas futuras es capaz de generar el capital humano? Sobresueldos: un trabajador con una mejor formación es más productivo (y cobra más) que un trabajador sin formación.

En la siguiente tabla aparecen los diferenciales salariales con respecto al trabajador sin bachillerato:

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A partir de esta información, basta con que descontemos a presente estos diferenciales salariales. Por ejemplo, la formación de bachillerato habilita a un trabajador de 20 años a percibir una renta de 10.386 dólares durante el resto de su vida laboral (45 años); en cambio, un graduado universitario de 40 años sólo podrá lograr una renta de 36.424 dólares durante 25 años. Por tanto, podemos aplicar la fórmula del valor actual de una renta futura asumiendo un descuento anual del 5% (el cálculo podría refinarse todavía más distinguiendo diferenciales salariales según grado formativo y edad, en cuyo caso el valor del capital humano sería algo menor entre los más jóvenes y algo mayor en las etapas más adultas del que hemos computado). Si lo hacemos, obtendremos la siguiente tabla, que recoge el valor del capital humano según la etapa de vida del trabajador: por ejemplo, un título de doctor a los 20 años tiene un valor presente de casi 1,5 millones de dólares (pues habilita a quien posee esos conocimientos a obtener un sobresueldo medio de 82.813 dólares anuales durante el resto de su vida).

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Llegados a este punto, sólo hemos de multiplicar estos valores actuales por el número de ciudadanos estadounidenses con tales títulos formativos y, de ese modo, obtendremos el valor agregado del capital humano en EEUU.

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Efectuando la susodicha operación, llegamos al resultado de que el valor de todo el capital humano en EEUU era en 2010 de 47 billones de dólares. Dado que todas las otras restantes fuentes de riqueza que computa Piketty ascendían ese mismo año a 65,6 billones de dólares, debería resulta evidente que omitir el capital humano del cómputo de la riqueza nacional altera gravemente las conclusiones a propósito de la distribución del capital.

Especialmente si, además, tenemos en cuenta que la distribución de la propiedad del capital humano es bastante más igualitaria que la del resto del capital: si el 10% más rico de la población poseía el 71,5% del capital no humano, cuando consideramos el 10% de la población más rica en términos de capital humano (los graduados profesionales entre 18 y 59 años, doctorados entre 18 y 54 años, másters universitarios entre 18 y 49 años, y graduados universitarios de entre 18 y 39 años) su participación en el capital humano total se reduce hasta el 42%.

Así, podemos ir un paso más allá: asumiendo que el 1% de ciudadanos más ricos en términos de capital no humano sean también el 1% de ciudadanos más ricos en términos de capital humano, la participación de ese 1% en la riqueza total de EEUU caería en 2010 del 33,8% del total al 22,6%; a su vez, la participación del 10% más rico caería del 71,5% al 59,5%. Es decir, en el peor de los escenarios posibles (los ciudadanos que integran el top 1% o top 10% del capital no humano son los mismos que integran el top 1% o top 10% del capital humano), la desigualdad en la propiedad del capital se reduciría significativamente. Pero adoptando supuestos más realistas (por ejemplo, que el top 1% o 10% del capital no humano está constituido de media por personas de más de 50 años), la participación del top 1% en la propiedad del capital caería al 20,1% y la del top 10% al 45,3%.

Fijémonos que estos porcentajes (20% del capital para el top 1% y 45% para el top 10%) coinciden con la participación del top 1% y del top 10% en el conjunto de la renta nacional (17% para el top 1%; 46% para el top 10%). Y es que cuando pasamos a considerar que la mayor parte de las rentas del trabajo son, en realidad, retornos del capital (del capital humano), entonces deja de haber una artificial división entre las rentas del trabajo y del capital, coincidiendo el reparto de la renta total con el reparto del capital.

Ahora bien —y éste es un punto central—, no es que el reparto de la propiedad del capital lo que explica el reparto de la renta, sino que el reparto de la renta explica el reparto de la propiedad del capital. El capital es el valor actual de una expectativa de generación de renta futura: si por cualquier motivo dejamos de ser capaces de generar esa renta, el capital se esfuma. Con el capital humano el asunto es obvio: el hecho de tener unos conocimientos técnicos de primer nivel no nos garantiza que siempre vayamos a cobrar un sobresueldo frente a los trabajadores no cualificados. Si nuestros conocimientos se quedan caducos, si su utilidad desaparece o incluso si somos reemplazados por otras formas de capital (máquinas), entonces el valor de nuestro capital humano desaparecerá: no es el capital el que da valor a la renta, sino la renta la que da valor al capital.

Justamente, esta aplicación de la concepción dinámica del capital al análisis de la distribución intertemporal de la riqueza la efectuaremos en el próximo artículo. Hasta ahora, de hecho, hemos asumido que en el top 1% siempre están los mismos ricos y que el otro 99% puede aspirar, como mucho, a equipararse con ellos. La realidad, evidentemente, es que la movilidad existe y que del hecho de que el 1% cope porciones crecientes de la riqueza nacional no puede inferirse en absoluto que los mismos ricos sean cada vez más ricos. Pero incluso bajo ese muy restrictivo e irreal supuesto, los resultados palpables del capitalismo en materia de distribución de la riqueza durante el último siglo son obvias: si a comienzos del s. XX apenas existía una clase media patrimonialista, a principios del s. XXI ya contamos con una amplia clase media que posee alrededor del 50% de toda la riqueza nacional (incluyendo dentro de la riqueza nacional, claro está, al capital humano). Las desigualdades en la distribución del capital no se han ensanchado, sino que se han reducido espectacularmente a pesar del alarmismo de Piketty.


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