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Vallando el cortijo frente al ‘crowdfunding’

por Laissez Faire Hace 10 años
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Los bancos son intermediarios financieros: su modelo de negocio consiste en endeudarse para dar crédito, esto es, en coordinar a ahorradores e inversores. Sin embargo, ni los bancos son los únicos intermediarios financieros -los fondos de pensiones, los de inversión o los monetarios son otro tipo de intermediarios- ni los intermediarios financieros son la única vía de conectar a ahorradores con inversores: en ocasiones, unos y otros entran en contacto sin necesidad de ningún comisionista que les cobre por orquestar semejante mediación (es el caso de, por ejemplo, la adquisición directa de acciones o bonos en el mercado).

Nada hay, pues, en los mercados financieros que coloque a las entidades de crédito en una posición de preeminencia oligopolística: existen suficientes modelos de financiación alternativos como para que el capital pueda afluir a las empresas sin pasar necesariamente por la ventanilla de los banqueros.

En Estados Unidos, por ejemplo, los bancos de depósito apenas proporcionan el 10% de toda la financiación de las empresas; en Europa, en cambio, tales cifras superan el 50%. España, lejos de ser una excepción en el Continente, constituye uno de sus casos más paradigmáticos: las empresas obtienen el 80% de su capital de nuestros bancos. Jugoso caramelo al que evidentemente éstos no quieren renunciar y que en un mercado verdaderamente libre sólo serían capaces de conservar ofreciendo a sus clientes mejor servicio a precio más asequible (esto es, mejores condiciones de financiación a un interés más bajo).

Pero éste no es un mercado verdaderamente libre: primero y principal, porque las entidades de crédito gozan del privilegiado acceso a la banca central, lo que les permite ofrecer condiciones artificialmente ventajosas a los demandantes de crédito a costa de externalizar sus costes -en forma de inflación y de ciclos económicos- sobre el resto de la población.

Segundo, y no menos importante, porque nuestros políticos se han encargado históricamente de proteger a bancos y cajas de la competencia del resto de operadores de mercado. El penúltimo ejemplo lo encontramos en el anteproyecto de Ley para el Fomento de la Financiación, aprobado por el Gobierno de Mariano Rajoy durante el último Consejo de Ministros. En su título V, este anteproyecto regula las llamadas “plataformas de financiación participativa”, más popularmente conocidas como crowdfunding, esto es, la financiación de masas. El crowdfunding consiste en obtener financiación a través de una red de pequeñas contribuciones de particulares (en forma de préstamos o de participaciones en el capital) para poner en marcha un determinado proyecto empresarial. Aunque pueda parecer un mecanismo de financiación excéntrico e irrelevante, lo cierto es que en 2013 logró amasar más de 5.000 millones de dólares en todo el mundo y que lleva años exhibiendo tasas de crecimiento cercanas al 100%.
Una regulación poco inocente

La regulación gubernamental, pues, llega en un momento clave para este sector: elevados crecimientos en un contexto de repliegue de la deuda y, especialmente, del crédito bancario. Y, como tal, la regulación gubernamental no es inocente, sino que va dirigida a proteger los intereses del oligopolio bancario frente a la innovación disruptiva que acaso pudiera terminar suponiendo este instrumento de financiación descentralizada. En concreto, el Ejecutivo prohíbe que cualquier ahorrador particular invierta un importe superior a 3.000 euros en un proyecto de crowdfunding y que, además, cualquiera de estos proyectos coseche una financiación superior al millón de euros.

La excusa, como siempre que se trata de salvaguardar los intereses de los lobbies de turno, se articula en torno a la necesidad de proteger al ahorrador de sí mismo: dado que sólo los políticos son omniscientes y probos gestores de nuestro dinero -dado que ellos mismos se vanaglorian de administrar eficientemente cada año un presupuesto público equivalente a unas 400.000 veces el importe máximo que ahora autorizarán a recaudar mediante crowdfunding, el resto de avariciosos y desalmados agentes económicos deben someterse a unas castrenses limitaciones que, en última instancia, pueden terminar frustrando un proyecto empresarial que beneficia tanto a los ahorradores como a los inversores.

Así funciona el Estado: las relaciones voluntarias -el crowfunding- son reprimidas y las relaciones coactivas -los impuestos y el gasto público-, bendecidas. No deja de ser sarcástico que una ley dirigida presuntamente a fomentar la financiación empresarial se dedique a castrar una de sus más prometedoras vías de expansión futura. Al final, el asunto es bastante sencillo de comprender: todo se reduce a garantizar su cuota de mercado a quienes son, a la sazón, los principales tenedores de deuda pública. Es decir, a la gran e ineficiente banca que se siente incapaz de competir en un mercado libre.


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