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El gasto del Estado sí está limitado por los impuestos y la deuda

por Laissez Faire Hace 10 años
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Warren Mosler es uno de los principales teórico de la Modern Monetary Theory (MMT), es decir, de los neochartalistas. Uno de sus libros más populares es Siete mitos nada inocentes, donde analiza siete ideas muy extendidas, pese a ser erróneas, sobre la relación entre dinero y Estado.

El primero de esos mitos reza que los gobiernos pueden quebrar y que, por tanto, su capacidad de gasto está limitada o por los impuestos que pueden recaudar o por el capital que pueden pedir prestado al sector privado. Mosler asegura que no: que cuando el Estado es el que crea el dinero (por ejemplo, nuestros euros o dólares), no hay ninguna necesidad de que el sector público recaude impuestos o emita deuda para poder gastar… simplemente tiene que imprimir aquella cantidad de dinero que necesite. A la postre, el resto de ciudadanos estarán obligados a aceptar ese dinero como medio de pago porque el Estado les obliga a todos ellos a pagar los impuestos en esa moneda: es decir, la función última de los impuestos no es proporcionar al Estado los fondos que necesita para gastar, sino generar una demanda social cautiva por la moneda que el Estado decide imprimir con el propósito de gastar. En suma: el Estado puede comprar bienes y servicios o pagar sus deudas por el sencillo motivo de que puede crear aquel dinero que sus ciudadanos están forzados a aceptar para ulteriormente abonarle los impuestos. Nada de lo anterior impide, según Mosler, que el Estado pueda abusar de su monopolio sobre la creación de dinero, depreciando el valor de la moneda (provocando inflación): sólo significa que el sector público puede gastar sin recaudar y que, en consecuencia, siempre puede pagar sus deudas.

Permítanme ofrecer una interpretación sustancialmente distinta a la de Mosler. Primero, es obvio que el Estado puede gastar sin cobrar impuestos: eso es lo que hace cuando expropia directamente bienes u obliga a los ciudadanos a prestar ciertos servicios (como el servicio militar obligatorio). El Estado, en tanto monopolio de la violencia, no necesita negociar con el sector privado y ofrecerle nada a cambio: tan sólo necesita arrebatárselo. El sector público puede lograr ese mismo objetivo de un modo más indirecto: imprime dinero (moneda fiat), exigirle al sector privado que le pague sus tributos en ese dinero recién impreso y utilizarlo para comprar mercancías en el sector privado. En cierto modo, es como si el Estado negociara un pago adelantado de los tributos: los ciudadanos le entregan voluntariamente sus bienes a cambio de disponer de un crédito contra el Estado consistente en el derecho frente al Estado a no pagarle tributos en el futuro (en realidad, puede entenderse que los tributos se pagaron originalmente cuando se le vendieron al Estado las mercancías a cambio de la moneda fiat y que ésta es sólo un derecho transmisible de no volverlos a pagar). Es decir, el dinero que crea el Estado no es, en realidad, dinero, sino una deuda fiscal del Estado.

En este sentido, si el importe de los tributos cobrables a corto plazo (crédito fiscal del Estado contra la sociedad) coincide con el de la moneda creada (deuda fiscal del Estado en favor de la sociedad), el proceso será equivalente a si el Estado hubiese recaudado los tributos en especie. Pero este no es el caso que plantea Mosler, ya que es enteramente equivalente a cobrar impuestos (todo el dinero impreso es recaudado en impuestos) y nadie discute que el Estado puede apropiarse de todos los bienes de una sociedad. La cuestión es otra: ¿puede el Estado aumentar su gasto imprimiendo más moneda fiat sin, ulteriormente, recaudar esa moneda fiat en impuestos (es decir, puede el Estado gastar más monetizando su déficit público)?

Si el Estado crea más moneda fiat de la que se arroga a recaudar en el corto plazo, habrá ciertas cantidades de esa moneda fiat (de esas deudas fiscales del Estado) que deberán permanecer en el balance de algunos agentes económicos y que, como toda deuda, podrán ser  objeto del tráfico mercantil. En tal caso, la moneda fiat, como deuda estatal, poseerá un precio de mercado: cuando la unidad de cuenta de un sistema monetario es un dinero externo al que crea el Estado, podremos conocer exactamente cuál el valor de esa deuda fiscal estatal; pero cuando la unidad de cuenta que utilizan los agentes económicos es la misma deuda fiscal estatal, es obvio que esa unidad de cuenta no puede cotizar con descuento o con prima con respecto a sí misma: de ahí que sus variaciones de valor se reflejen en el precio del resto de bienes y servicios contra los que se intercambia (si esas deudas fiscales se deprecian, habrá inflación; si se aprecian, habrá deflación).

Hasta aquí, el análisis podría ser relativamente convalidable al que efectúa Mosler, pero las implicaciones son muy divergentes. La diferencia esencial es que nuestro análisis pone de manifiesto que el valor de esas deudas fiscales (de la moneda fiat) depende, como en el caso de cualquier otro activo, de su oferta y de su demanda. Mosler centra su análisis en la oferta: en su opinión, si hay inflación será que la cantidad de gasto total supera la producción presente, de manera que el Estado deberá reabsorber parte de ese gasto total o minorando sus desembolsos estatales o aumentando los impuestos; en otras palabras, en última instancia el problema de la inflación es uno de oferta monetaria: la demanda de la moneda fiat se ve como escasamente problemática toda vez que se asume salvaguardada por la obligatoriedad del pago de impuestos.

En nuestro análisis, que considera la moneda fiat como un pasivo financiero más al mismo nivel que el resto de la deuda pública, el elemento crucial para determinar su valor ha de ser por fuerza la demanda inversora que, en función de diversísimos criterios, decide incorporar, o no hacerlo, la moneda fiat a sus saldos de tesorería. En este sentido, reputar como estable esta demanda por el mero hecho de que todo agente económico esté obligado a disponer de moneda fiat en el momento de pagar sus impuestos constituye una interpretación de la realidad tremendamente simplista y reduccionista. Que todo el mundo deba devolverle al Estado unos papelitos que el mismo Estado ha impreso no significa que esos papelitos deban poseer una demanda y un valor estables: los agentes bien podrían minimizar su tenencia y dedicarse a recomprarlos justo cuando llegue el momento de descargar sus obligaciones fiscales. Por ejemplo, aunque los deudores de un banco sólo pudieran hacer frente a la amortización de sus pasivos con los billetes o depósitos de ese banco, si la entidad se declarará en quiebra (o hubiera fundados temores de que lo fuera a hacer), el precio de sus billetes y depósitos (y del resto de sus deudas) se hundiría con respecto al resto de bienes y servicios de la economía: los deudores del banco se limitarían a acumular riqueza en otros instrumentos y a recomprar en el mercado los billetes y depósitos bancarios con gigantescos descuentos. Al final, la diferencia en el valor de las distintas divisas fiat no depende sólo de su divergente oferta, sino sobre todo de su muy distinta demanda.

El valor de toda divisa fiat —como el de toda la deuda estatal— depende en esencia de la intensidad de su demanda y la intensidad de esa demanda depende de la propensión a ahorrar de sus ciudadanos y, sobre todo, de la credibilidad de su emisor. ¿Credibilidad en qué? En que la deuda se va a pagar. ¿Y cómo paga el Estado su deuda “fiscal”? Permitiéndole a su tenedor descargar su obligación tributaria futura. Ahora bien, el valor real (que no nominal) de esa obligación tributaria futura no es independiente del nivel general de precios: no es lo mismo disponer de 1 dólar cuando has de pagar 100 dólares en impuestos que disponer de 1 dólar cuando has de pagar 100.000 dólares (aunque esos 100.000 dólares tengan un valor real de 100 dólares antiguos). La inflación, por tanto, también diluye el valor de las deudas fiscales representadas por la moneda fiat y hace menos atractivo la demanda (el atesoramiento) de esa moneda fiat. Pero si la demanda social de moneda fiat se reduce, la capacidad del gobierno de financiarse emitiendo moneda fiat también lo hace: si emite moneda que los ciudadanos no demandan, los precios subirán todavía más y, por tanto, la capacidad del Estado para comprar bienes en el mercado se verá mermada. En el caso extremo de las hiperinflaciones, los precios suben mucho más rápido de lo que el Estado es capaz de imprimir moneda, de manera que la capacidad real de compra del Estado por la vía del endeudamiento fiscal (emisión de moneda fiat que permanece en circulación y no cobrada en forma de impuestos) se ve mermada, especialmente en el caso de la compra de bienes y servicios extranjeros (es decir, entre aquellas personas que ni siquiera están obligadas a utilizar esa divisa como medio para pagar impuestos).

Sentado lo anterior, a nadie debería extrañarle que todos aquellos Estados que hayan intentado sufragar una parte de sus gastos mediante la creación de moneda fiat que permanece en circulación (es decir, mediante el endeudamiento fiscal del Estado) se hayan atado a sí mismos mediante algún tipo de regla monetaria que dé credibilidad al valor de esas divisas y que, por tanto, estabilice su demanda. O dicho de otro modo, todo Estado que aspire a estabilizar la demanda y el valor de su divisa fiat ha adquirido algún tipo de compromiso con sus tenedores para cuidar el valor de esa divisa. La regla básica, no siempre respetada por entero, es que ningún Estado imprimirá moneda fiat para monetizar sus déficits, sino que todo gasto público será cubierto o con recaudación fiscal o con el endeudamiento con respecto a la cantidad de moneda fiat existente. Otra regla complementaria a la anterior es que, cuando se crea nueva moneda fiat, siempre se hará contra el compromiso del gobierno de retirarla (o poder retirarla) a corto plazo (en este sentido, por ejemplo, se suele restringir la emisión de moneda fiat por parte del banco central a la adquisición de deuda pública a corto plazo). Sólo en medio de circunstancias excepcionales en las que la demanda de moneda fiat es muy intensa —como sucede durante las depresiones económicas—, los Estados pueden saltarse esas reglas sin que se desate una elevada inflación que socave la credibilidad de su divisa (es lo que sucede actualmente con las famosas flexibilizaciones cuantitativas).

Por consiguiente, el primero de los mitos que denuncia Mosler no es ningún mito: no es cierto que los Estados modernos puedan gastar sin recaudar impuestos y sin endeudarse. Emitir moneda fiat equivale a endeudarse fiscalmente y la capacidad de ese endeudamiento fiscal no es ilimitada. Cuanto mayor sea —o se espere que sea— la emisión de esa deuda con respecto a los impuestos reales presentes y futuros, menor gasto real podrá acometer el Gobierno: es decir, menor cantidad de bienes y servicios presentes le venderán los agentes privados al Estado a cambio de la moneda fiat de nueva impresión. Aquellos Estados que han visto cómo el valor de sus monedas fiat se descontrolaba son bien conscientes de que no pueden gastar sin límites por mucha divisa que impriman.


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