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Acabemos con los estancos

por Laissez Faire Hace 6 años
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Los establecimientos especializados en la venta de tabaco deberían denominarse “tabaquerías”; no por casualidad, en inglés se los conoce como tobacconist o cigar store. En nuestro país, sin embargo, a las tabaquerías las denominamos “estancos”, lo cual aparentemente no tiene ningún sentido. Al cabo, estanco es la nominalización del verbo estancar: verbo que, en principio, no guarda ninguna relación con la comercialización del tabaco. ¿Por qué entonces llamar estancos a las tabaquerías?

De acuerdo con la RAE, “estancar” significa “prohibir el curso libre de una mercancía, concediendo su venta a determinadas personas o entidades”. O dicho de otro modo, un estanco es la concesión de un monopolio a una determinada persona. He ahí la cuestión de fondo: las tabaquerías se llaman estancos porque la distribución minorista de tabaco se organiza en España en régimen de monopolio. Sólo aquellas personas que hayan recibido una concesión por parte del Comisionado para el Mercado de Tabacos tienen derecho a comercializarlo.

Los habrá que ingenuamente piensen que semejante concesión monopolística se debe a cuestiones de salud pública: “dado que el tabaco perjudica la salud, el Estado ha de controlar su distribución y la mejor forma de hacerlo es mediante un sistema de concesiones públicas sobre su venta”. Sin embargo, si tal fuera el caso, entonces el Comisionado para el Mercado de Tabacos —el organismo público que convoca las subastas de licencias— debería ser un organismo dependiente del Ministerio de Sanidad, cuando lo es del Ministerio de Hacienda. Quitémonos de los ojos la venda idealizadora de la política: el Estado no creó los estancos para mejorar la salud de sus ciudadanos, sino para mejorar sus ingresos fiscales.

Basta con acudir a su génesis: los estancos fueron creados en España a partir del siglo XVI, en pleno auge del pensamiento arbitrista. El arbitrismo era la versión castiza del mercantilismo europeo: una corriente económica que buscaba subordinar los intereses de la sociedad a los del Estado y sus lobbies allegados. En nuestro país, el arbitrismo exaltaba la creación de arbitrios, esto es, de “figuras fiscales que reportan beneficios a corto plazo y no requieren negociar con los contribuyentes”.

Los estancos eran, justamente, una de estas figuras fiscales promovidas por el arbitrismo: el Estado vendía a determinados agentes privados —bien relacionados con el poder político— el derecho de distribución monopolística sobre distintos productos altamente demandados: no sólo el tabaco, sino también la sal, pólvora, plomo, azufre, almagre, bermellón, naipes, lacre, aguardiente, azúcar o bacalao.

Tales monopolios sobre la distribución de tan demandadas mercancías le proporcionaban al Estado dos claros beneficios recaudatorios. Por un lado, al restringir artificialmente la oferta de estos bienes, elevaba su precio y generaba beneficios monopolistas que él mismo capitalizaba con la venta de las concesiones a precios inflados. Por otro, la concentración y el control estatal de los puntos de venta de estas mercancías simplificaba la imposición del timbre fiscal: la dispersión del número de comercializadores habría facilitado el contrabando para escapar del pago de estos impuestos indirectos. En suma, el motivo para la creación de estancos jamás fue la salud pública, sino maximizar la extracción de recursos de la ciudadanía.

En la actualidad, por fortuna, todos los estancos anteriores ya han desaparecido salvo el del tabaco, cuya organización aún rinde homenaje a sus orígenes mercantilistas: el Comisionado para el Mercado de Tabacos convoca cada cierto tiempo (la última vez, en 2003) una subasta de estancos y se los asigna por un cuarto de siglo a los mejores postores; a su vez, cada año los concesionarios continúan abonándole a Hacienda una pequeña cantidad fija más un variable determinado por su nivel de ingresos.

Con todo, es evidente que su función capital dentro de la fiscalidad estatal ya se ha diluido en gran medida ante la aparición de otras muchas figuras tributarias, y de otros mecanismos de control social, notablemente más remunerativos. Incluso su monopolio en la distribución de tabaco se ha debilitado ante la proliferación de máquinas expendedoras en bares u hoteles (si bien tales máquinas sólo pueden aprovisionarse con el tabaco adquirido en los estancos cercanos).

A día de hoy, pues, los estancos de tabaco —al igual que los taxis, las farmacias o las administraciones de lotería— son sólo los fósiles de ese nefasto mercantilismo gremialista que asoló Europa durante siglos: fósiles que todavía se mantienen operativos debido a la enorme red de intereses congregados a su alrededor, esto es, a la existencia de plebes extractivas (en España, hay 13.000 estancos, 70.000 taxis, 22.000 farmacias y 4.000 administraciones de lotería). Pero nada de ello es excusa para no eliminar de inmediato tales privilegios heredados: de hecho, incluso la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, en un reciente informe a propósito del anteproyecto de reforma de la Ley Antitabaco, ha exigido “la remoción del monopolio en la distribución minorista de productos del tabaco (red de expendedurías)”.

Una economía abierta a la competencia no puede mantener estancos sobre mercancías: a saber, no puede aceptar que los políticos subasten el privilegio de distribución monopolística sobre ningún producto. Si hoy nos parecería del todo inconcebible que sólo aquellos establecimientos licenciados por el Estado pudiesen vender sal, aguardiente, azúcar o bacalao, también debería parecernos inconcebible que sólo los estancos puedan comercializar tabaco. Aunque sólo sea por una elemental cuestión de decencia moral, de respeto formal hacia las libertades individuales, los monopolios sobre la distribución de tabaco han de desaparecer.


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