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El déficit es un problema de gastos, no de ingresos

por Laissez Faire Hace 8 años
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El déficit público cerró 2015 en el 5,2% del PIB, un punto por encima de nuestros compromisos con Bruselas. Se trata de una desviación de 10.000 millones de euros que complica notablemente la consecución de nuestros objetivos para este año: no en vano, España debería concluir 2016 con un desequilibrio en sus cuentas públicas de apenas el 2,8% del PIB, esto es, unos 30.000 millones de euros frente a los 55.000 actuales. Por consiguiente, nuestras Administraciones Públicas tendrían que recortar el déficit en 25.000 millones para cumplir con la palabra dada: propósito que se antoja casi imposible habida cuenta de que el año pasado apenas lo minoramos en unos 5.000 millones de euros.

Son muchos los políticos que, en este contexto de profundo desfase presupuestario, están trasladando a la ciudadanía el envenenado mensaje de que nuestro déficit se debe a una insuficiencia de ingresos y que, en consecuencia, resulta prioritario subir impuestos. O dicho de otro modo, para esos políticos, las alarmantes cifras de déficit no constituyen la prueba más palpable de que tenemos que recortar con decisión e intensidad el gasto público sino de que, al contrario, debemos expoliar con mucha más saña al conjunto de los españoles.

Sin embargo, los datos no avalan semejante visión engañosa de la realidad. A la postre, nuestro déficit público del 5,2% del PIB se debe a que los ingresos del Estado en 2015 fueron de 38,2%, mientras que los gastos se ubicaron en el 43,4%. ¿Ingresamos poco o gastamos mucho? La primera vez en democracia que nuestro país alcanzó el equilibrio presupuestario fue en el año 2004… con unos ingresos equivalentes al 38,6% del PIB. Es decir, con unos ingresos públicos iguales o inferiores a los actuales, España ha disfrutado de un déficit cercano a cero. ¿Por qué hoy no? Pues porque gastamos muchísimo más que entonces: en 2004, el gasto público equivalía al 38,7% del PIB; hoy al 43,4%.

A la luz de la estos datos, debería ser obvio que si algo ha cambiado en España con respecto a 2004 no son los insuficientes ingresos, sino los sobredimensionados gastos. Y, en consecuencia, la opción más razonable para restablecer el equilibrio presupuestario del que una vez disfrutamos debería ser el ajuste del gasto. ¿Pero de qué gastos? ¿Qué partidas presupuestarias han aumentado con respecto a 2004? La remuneración de los empleados públicos ha crecido en 1,2 puntos del PIB; los consumos intermedios en 0,7 puntos; los intereses de la deuda en 1,1 puntos; y las transferencias sociales en 4,4 puntos (de los cuales sólo 0,3 puntos se explican por el aumento de las prestaciones por desempleo). A su vez, otras rúbricas como las inversiones públicas, se han recortado notablemente.

Dicho de otro modo, aquellas partidas de gasto más tradicionalmente asociadas con la crisis —el incremento de los intereses de la deuda o de las ayudas para el desempleo— apenas absorben 1,4 puntos del PIB de los 4,7 puntos en los que ha aumentado el gasto público desde 2004. Si nos hubiéramos limitado a ellas, nuestro déficit debería ser hoy inferior al 2% del PIB y no superior al 5%. Por consiguiente, no, el problema ni son la falta de ingresos (tenemos los mismos que en 2004) ni los intereses y el desempleo (apenas son 1,4 puntos superiores a 2004). El problema son todas las otras partidas de desembolsos públicos que deberíamos proceder inmediatamente a recortar: a saber, el gasto en personal, los gastos intermedios y, también por impopular que suene, las transferencias sociales no vinculadas con el paro (esencialmente, pensiones). Nos hemos dotado de un Estado de Bienestar mucho más grande del que podemos permitir: y, en tal caso, la solución no debería ser destrozar la economía multiplicando los impuestos sino, más bien, regresar a la sensatez presupuestaria redimensionado el gasto.

El salario mínimo crea paro

Alemania carecía de salario mínimo hasta comienzos de 2015: fue entonces la CDU y el SPD acordaron establecer un coste mínimo de la contratación de 8,5 euros por hora. La mayoría de economistas es consciente de que las leyes de salario mínimo no contribuyen a incrementar los sueldos de un país sino únicamente su desempleo. Si, por ejemplo, el Estado estableciera una altura mínima de 1,85 metros para ser funcionario, con ello no lograría que la altura mínima de los funcionarios se incrementara, sino que impediría a muchas personas acceder a la función pública. Lo mismo sucede con la fijación por ley de un salario mínimo: no incrementa las remuneraciones de los obreros sino que sólo les impide trabajar. Justamente, el Ministerio de Trabajo alemán estimó la semana pasada que la introducción de un salario mínimo de 8,5 euros por hora ha destruido 60.000 empleos a lo largo de 2015. Pese a no tratarse de datos definitivos, sí resultan bastante ilustrativos de los devastadores efectos de este tipo de legislaciones. Tengámoslo muy presente en España.

La amenaza: tipos negativos

Ya hemos comentado en diversas ocasiones que los tipos de interés negativos que ha impuesto el Banco Central Europeo podrían terminar trasladándose a todos aquellos que contamos con una cuenta corriente en el banco. Es decir, no debe descartarse que, en el contexto actual, los bancos terminen cobrándonos —en lugar de pagándonos— por depositar en ellos nuestros ahorros. Se trata de una amenaza que, además, dista de carecer de fundamento: sin ir demasiado lejos, contamos con el ejemplo de Japón. Japón es otro país donde rigen tipos de interés negativos por orden de su banco central y donde recientemente dos entidades financieras (el Mitsubishi UFJ Trust and Banking y el Sumitomo Mitsui Trust Bank) anunciaron que comenzarían a cobrar a sus clientes institucionales unos intereses negativos del -0,1%. De momento, se trata de un recargo que sólo sufrirán grandes empresas o grandes fondos, pero el precedente es más que obvio: dado que el banco central cobra a los bancos privados por tener su dinero depositado, los bancos privados cobrarán a sus clientes por ese mismo concepto. Viendo las barbas japonesas recortadas, deberíamos poner las nuestras en remojo.

Uber regresa a España

Desde finales de 2014, Uber tenía prohibido operar en España a pesar de las reiteradas peticiones de la Comisión Nacional de Mercados y Competencia (CNMC) para ajustar el marco regulatorio a las nuevas realidades tecnológicas. Finalmente, sin embargo, no ha habido reforma alguna de las muy intrusivas normativas que maniatan el transporte de personas en España y la compañía californiana ha tenido que ceder: desde la semana pasada, Uber vuelve a operar en nuestro país, pero lo hará mediante el uso de licencias VTC (arrendamiento de vehículos con conductor), las cuales están limitadas a 1 por cada 30 licencias de taxi. Es decir, a diferencia de lo que sucede en el resto del planeta, Uber no prestará sus servicios mediante conductores con una licencia del Estado. Urge, por tanto, imitar al resto de países y liberalizar el sector del transporte para que España nos el farolillo rojo de Occidente. Algo que, por cierto, no es sólo una petición personal, sino que procede de la mismísima CNMC.


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