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Por qué no necesitamos banca pública

por Laissez Faire Hace 8 años
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El líder de Izquierda Unida, Alberto Garzón, publicó este pasado lunes un artículo en el diario El País —que fue a su vez recomendado y aplaudido por el propio Pablo Iglesias— bajo el expresivo título de Por qué necesitamos una banca pública. A su entender, el futuro gobierno de España deberá reconvertir las nacionalizadas Bankia y Banco Mare Nostrum en un gran banco público para así alcanzar un doble objetivo: por el lado de la gestión de los activos bancarios, la entidad debería proporcionar líneas de crédito a “sectores productivos relevantes”; por el lado de la gestión de los pasivos bancarios, se centraría en “proteger a la ciudadanía y nuestros ahorro”. Si el argumento así expuesto les parece vacuo, no esperen encontrar una mayor concreción en el texto original de Garzón: ahí termina toda su narración.

Sea como fuere, el líder de IU está apostando por proporcionar al Estado una herramienta con la que intervenir en la economía a través de la provisión de crédito: en otras palabras, la banca pública se dedicaría a otorgar crédito a aquellos sectores productivos que el gobierno de turno quiera promover. La cuestión, claro está, es por qué necesitamos de un banco público para que esos “sectores productivos relevantes” obtengan la financiación que necesitan para desarrollarse: ¿por qué no optan simplemente por captar esa financiación en los amplísimos mercados financieros? ¿Qué les puede aportar de novedoso o de diferente un banco público a esos “sectores productivos relevantes”?

En realidad, la función de la banca pública sólo puede ser la de financiar aquellos proyectos productivos que la banca privada (y otros potenciales inversores privados) se niega a financiar o, al menos, hacerlo en condiciones mucho más laxas (tipos de interés más bajos, menores garantías, mayores plazos de devolución…). Pero, ¿por qué motivo se niegan los inversores privados a financiar tales “sectores productivos relevantes”? ¿Estamos acaso ante algún tipo de conspiración antipatriótica o de absoluta ceguera profesional que necesite ser contrarrestada mediante la decidida intervención del Estado?

Durante muchos años, Alberto Garzón estuvo defendiendo la tesis de que la economía real no recibía crédito de inversores privados porque a éstos les resultaba mucho más rentable especular en la economía financiera: es decir, el capital se quedaba estancado en el mundo financiero, aislándose del mundo real verdaderamente productivo (en su artículo en El País, de hecho, Garzón sigue criticando la “desconexión” entre la economía real y la financiera). Sin embargo, semejante argumento no resulta en absoluto defendible a día de hoy: actualmente, los inversores privados están comprando deuda pública incluso a intereses negativos, lo que demuestra que las rentabilidades con las que muchos de ellos se conforman son nulas. ¿Por qué, entonces, creemos que esos mismos inversores no se lanzarían a financiar los sectores que el gobierno de turno considere “relevantes”?

Pues, simple y llanamente, porque son sectores considerados como ruinosos o excesivamente arriesgados por la totalidad de millones de potenciales inversores que se juegan su dinero o el de aquellas personas que voluntariamente se lo han cedido para que se lo gestione: por todos salvo, oh casualidad, por el único inversor que se juega el dinero que ha extraído coactivamente a los demás, esto es, el Estado a través de su banca pública. ¿No será, acaso, que lo que Garzón llama “sectores relevantes” no son más que “caprichos ideológicos” sin fundamento económico alguno?

Y, en efecto, de eso trata la banca pública: de promover políticamente lo que al burócrata la interesa promover. El conjunto de los contribuyentes pagaremos sus caprichos mediante la continuada socialización de sus pérdidas. La seguridad que a los ahorradores les proporciona esa banca pública no es la que procede de haber inmovilizado su capital en proyectos productivos seguros y rentables, sino la que deriva de la capacidad del Estado para expoliar al ciudadano y cubrir con los ingresos tributarios aquellos fiascos vinculados a la promoción de sus ruinosos “sectores relevantes”.

Ciertamente, uno podría mantener ciertas dudas razonables con respecto al razonamiento anterior: tal vez, podría pensarse, la banca pública no sea tan mala como el sentido común nos indica. O, mejor dicho, uno podría mantener ciertas dudas razonables al respecto en casi cualquier país del mundo… salvo en España. A la postre, una sociedad que acaba de sufrir en sus propias carnes el completo desastre de esa banca pública llamada “cajas de ahorro” debería ser bastante consciente de que no deberíamos volver a las andadas: por mucho que los políticos aspiren a contar con títeres financieros en forma de banca pública para sufragar sus caprichos ideológicos o sus pelotazos oligárquicos, los ciudadanos deberíamos oponernos frontalmente a ello. No más politización financiera. No con nuestro dinero: si quieren su banquito, que lo monten con el suyo.


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