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Distopía VI: Cuando se acabó lo que se daba

por The Oil Crash Hace 9 años
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Juan sacó la camisa del armario.

La última vez que se la había puesto fue diez años antes, cuando enterró a su padre. Juan sólo tenía una camisa, que se ponía en las ocasiones especiales: cuando se casó, cuando se murieron sus padres, cuando bautizó a sus hijos... Se sonrió pensando en el bautizo de Miguel; con la pinta de angelito que tenía entonces, y el pillastre que estaba hecho ahora. Siempre que faltaba una lija o un punzón en el taller podías estar seguro de que lo que fuera lo había cogido Miguel para hacer alguna pequeña talla, "un experimento", como solía decir él. Estaba claro que Miguel continuaría con el negocio familiar de la carpintería; no tenía demasiada inclinación por los estudios pero le fascinaban las artesanías que hacía su padre, y se pasaba en el taller de la carpintería las horas muertas después de la escuela, y a veces durante las de escuela si su madre no le pillaba: Juan nunca le decía nada; aunque nunca lo reconoció, le podía un sentimiento de orgullo que su hijo tuviera tanto interés por su trabajo. Los hermanos mayores de Miguel eran una cosa completamente diferente: aplicados, estudiosos, formales... Juan tenía la ilusión de que su hijo mayor, de nombre Juan como él, y la mediana, Mariana, pudiesen continuar estudiando al acabar la secundaria; quizá Juan podría ser abogado y Mariana maestra.

Pero para eso tenía que ponerse aquella camisa.

Se la puso, por fin. Aún le iba bien. Recordaba que su padre se había ensanchado considerablemente al llegar a la edad que Juan tenía ya, pero Juan seguía teniendo el mismo porte firme y la misma cintura que hacía 20 años, cuando se casó, cuando había comprado aquella camisa que se había puesto en siete ocasiones. Había llegado el momento de llevarla una octava vez.

Se lustró los zapatos de los domingos y se los puso. Le dio un beso a su mujer, quien le miró a los ojos y le apretó con fuerza la mano con la que Juan le sujetaba su hombro, transmitiéndole ánimos. Mariana era una buena mujer, trabajadora y con las palabras justas en la boca, nunca diciendo nada de más ni de menos. Juan sonrió y sus ojos parecían decirle a su mujer: "Confía en mi, mujer. Lo conseguiremos", y salió de casa por la puerta de atrás, para evitar que el serrín del taller le deslustrase los zapatos.

La sonrisa le duró lo que tardó en atravesar el umbral de la puerta. No estaba muy seguro de si conseguiría ese préstamo, pero el futuro de sus hijos dependía de él. Aprestó el paso para llegar a tiempo, ni un minuto antes ni un minuto después, a su cita en el banco.

El edificio del Banco de Poniente continuaba siendo bastante imponente por fuera, pero su interior transmitía una imagen de polvorienta inmovilidad. Cuando Juan entró, uno de los pocos empleados que aún trabajaban en la entidad alzó la vista unos segundos, pero en seguida volvió a sus hojas y sus números al ver que Alfonso, el director de la entidad, que estaba ya esperando a Juan, avanzaba rápidamente hacia él. Tras el preceptivo apretón de manos, el director de la sucursal hizo pasar rápidamente a Juan a su despacho y le invitó a tomar asiento, mientras rodeaba la gran mesa para llegar a su propia silla.

Hacía unos años, Alfonso le habría pedido a la secretaria que le trajera algo de beber a Juan, pero era obvio que ya no tenía secretaria y, por lo que parecía, tampoco mucho tiempo que perder, pues fue directo y a bocajarro al asunto.

- Juan, me he estado estudiando tu solicitud de préstamo. Todo está en orden, todo es correcto pero, sintiéndolo mucho, no te podemos prestar el dinero.

A Juan la noticia no le pilló de sorpresa: la cara de Alfonso cuando le estrechó la mano ya hacía presagiar esas palabras. Hacía mucho tiempo que conocía a Alfonso. Y no porque fuera asiduo cliente del banco; aunque tenía algunos ahorros, la carpintería sólo generaba excedentes como para justificar un puñado de visitas al año al Banco de Poniente, y Juan no venía jamás a retirar dinero. Pero Juan y Alfonso habían estudiado juntos en el colegio y de pequeños habían sido muy amigos. Cuando Alfonso fue a la universidad (a Juan le parecía que Alfonso era la última persona en toda aquella pequeña ciudad que había ido a la universidad) se distanciaron un poco. Fueron aquellos unos años un poco oscuros, en los que toda la economía se tambaleó como un elefante herido, pisoteando tantos negocios pequeños y tantas personas pequeñas. Juan, quien se había iniciado en el negocio con su padre, el abuelo Juan, consiguió capear con no pocas penalidades aquellos años broncos, en los que los bancos parecían desesperados por sobrevivir aunque fuera a costa de sacarle los hígados y hasta el alma a la gente. Pero de repente todo eso acabó un día; el Banco Transatlántico de Inversiones y Ahorros, que era el último banco de la ciudad, perdió su nombre y se convirtió en el Banco de Poniente, un banco mucho más pequeño que sólo guardaba los ahorros de la gente de aquella pobre pero honrada ciudad de provincias, y Alfonso volvió de la capital para ser su director.

Juan miro a su antiguo amigo con la mirada hosca y un poco desafiante del que sabe que todo lo que tiene se lo ha ganado honradamente con sus manos y que era la primera vez en su vida que pedía alguna cosa. Tras unos segundos de silencio, en que tragaba saliva y orgullo a partes iguales, dijo al fin:

- Alfonso, sabes que soy un buen trabajador y que me quedan años en los que seguiré rindiendo como el que más. La carpintería se nos ha quedado pequeña: tengo dos oficiales trabajando conmigo y quiero que entre un tercero, el hijo del pobre Venancio, ya sabes. El chico necesita trabajar, en su casa no entra demasiado dinero, y sé que trabaja bien, ya le he tenido algunos veranos conmigo. Con él podríamos pasar de generar los ingresos justos para vivir a poder tener un poco más, tan solo un poco más. En un par de años te podría devolver el préstamo, y en tres años más podría ahorrar lo suficiente como para que mis hijos pudieran ir a la Universidad, al menos para empezar y luego, ya veríamos. Pero para todo eso tengo que ampliar la carpintería. El local de al lado está vacío, el dueño me lo deja por un alquiler muy módico y las obras de ampliación las haré yo con mis oficiales y Arturo, el hijo de Venancio. Realmente, te estoy pidiendo muy poco dinero, Alfonso, pero ese poco dinero cambiará las vidas de muchas personas a mejor: la de Arturo, la de mi Juan, la de mi Mariana... incluso en unos años podría darle trabajo a algún oficial más. La gente compra cada vez más muebles de madera de verdad; ya nadie tiene sillas de metal o muebles de aglomerado, y ya sabes que somos la única carpintería de la ciudad. También vosotros ganaréis dinero: te estoy ofreciendo un 10% a dos años. Vamos, Alfonso, por favor; no te estoy pidiendo la Luna - sus ojos miraban con orgullo y contenida rabia a su antiguo camarada de la infancia - no me puedes dejar en la estacada, con todo lo que pasamos juntos, con todas las cosas que vivimos juntos, con todas...

Alfonso, que le había dejado hablar hasta ese momento sin mudar el gesto, le cortó en ese punto. Sabía que su amigo necesitaba desahogarse, pero él necesitaba también explicarse.

- No me malinterpretes, Juan. Si pudiera te daría ese préstamo; como dices, no es mucho dinero, y estoy seguro de que el negocio es sólido. Cuando te digo que no puedo darte el préstamo quiero decir exactamente eso: que no puedo. No puedo dejarte el dinero porque simplemente no lo tengo.

Juan le miró atónito e incrédulo; era obvio que pensaba que Alfonso se estaba burlando de él.

- ¿No me crees? ¿Piensas que porque dirijo un banco tengo todo el dinero que quiero a mi disposición? Estás muy equivocado, Juan. Tú piensas con la mentalidad de otra época, la que vivimos cuando éramos jóvenes, Juan. En aquel entonces los bancos literalmente creaban dinero de la nada y se lo dejaban a la gente, y todo iba de fábula, ¿te acuerdas? Todo iba de fábula hasta que la fábula se convirtió en un cuento de terror, y los bancos se convirtieron en monstruos devoradores de hombres y familias, que echaban a la gente de sus casas y ni así aplacaban su hambre pues embargaban sus sueldos de por vida, o eran capaces de dejar a los niños sin comer y los enfermos sin médicos ni medicinas, acaparando todas las ayudas y subvenciones públicas... Fueron años terribles, sin duda te acuerdas, ¿verdad, Juan? - Juan asintió con un lento y breve movimiento de cabeza - En aquel entonces el Banco de Poniente no existía, como tampoco existían las reglas que rigen ahora establecimientos como éste. No somos ya los dueños del mundo, Juan, ni nos reímos de la suerte y la desgracia de los demás. Este negocio está supervisado y cada mes rendimos cuentas muy severas, Juan; mis empleados emplean su jornada prácticamente entera a cuadrar los balances y a asegurar la viabilidad de los depósitos y los créditos. No podemos prestar más dinero que aquél que es nuestro; ni siquiera podemos prestar dinero de aquellos de nuestros clientes que quieren prestarlo, sólo podemos darles asesoramiento sobre cómo hacerlo. Así las cosas, los fondos del banco son muy limitados - yo también tengo que pagar a mis empleados, Juan - y cada año puedo dar pocos préstamos y de corta duración. Ahora mismo tengo tres créditos concedidos, Juan, y hasta que no me los devuelvan no te podré prestar a ti. Estás el primero en la lista de espera: es todo lo que puedo hacer por ti, Juan, lo siento mucho.

Juan se quedó sentado, callado, las manos nudosas sosteniendo su gorra entre las rodillas separadas y la mirada clavada en el suelo, inexpresivo, quieto como una estatua. Después se levantó pausadamente, se puso la gorra, musitó un "Buenos días" y se marchó tan suavemente por la puerta que se hubiera dicho que sus pies flotaban un dedo o dos sobre la tarima del suelo. Su viejo amigo le acompañó cinco pasos por detrás, sin decir nada, y le vio alejarse a través del ventanal.

Saliendo del banco Juan sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Hombre previsor y ordenado como era, ya había previsto el desenlace de sus gestiones con el banco (aunque le habían sorprendido las excusas concretas que utilizó Alfonso) y sabía cuál era el siguiente paso que debía dar. Así que subió la calle principal y anduvo a buen paso durante unos quince minutos, hasta allá donde la ciudad empezaba a desdibujarse, y llegó por fin a su segundo objetivo de aquella mañana, su plan alternativo. Se encontraba delante de un edificio bajo pero muy extenso, de aspecto sucio y algo avejentado. Era el matadero municipal, que daba servicio a toda la comarca.

Juan no tenía cita previa, pero sabía que para hablar con el dueño del matadero no le hacía falta tanta pompa ni tanto protocolo. Se fue directamente a las oficinas y pidió hablar con Tadeo, el dueño. Sí, era Juan, el carpintero.

Tadeo era un hombre afable y orondo, aunque a un observador atento le alertaría el brillo astuto de sus ojos. A Juan no le hacía falta prestar atención a Tadeo, pues también hacía muchos años que le conocía y sabía de sobras el tipo de persona que era: el tipo al que recurres sólo después de que el banco te dé la espalda. Y eso porque en aquella ciudad no había usureros al estilo de la Edad Media...

Tadeo hizo pasar a Juan a su despacho y allí le ofreció un té no solicitado, que su secretaria le sirvió diligentemente. Después, le preguntó por el motivo de su inesperada visita.

- Verás, Tadeo - dijo Juan - Quiero ampliar el negocio. Las cosas van bien en la carpintería, pero sin ampliar el local no puedo asumir más encargos ni contratar más oficiales, y justo ahora tengo un oficial muy joven pero muy diestro que quiero contratar...

- El hijo de Venancio - dijo Tadeo, con una sonrisa un poco torva - No te sorprendas, Juan; yo he ayudado a su familia desde que el pobre Venancio... en fin, era un buen trabajador; era lo menos que podía hacer.

"Seguro", pensó Juan. El carpintero prosiguió:

- El caso es que necesito dinero. No es una gran cantidad; en un par de años podría devolverla, incluso pagando un buen interés

- No tengo la menor duda - la sonrisa de Tadeo era aún más mendaz que la anterior.

Juan tuvo que reprimir el impulso de levantarse e irse. Una vez se serenó, continuó hablando:

- Alfonso... quiero decir, el banco no me quiere dejar el dinero, con la excusa de que no tiene bastante. Así que he pensado en... pedírtelo a ti.

Tadeo se quedó pensativo, en silencio, sonriendo sopesando la ironía de la situación. Aquello era demasiado bueno, pero él, desgraciadamente, no podría aprovecharse de ello esta vez.

- Pues sintiéndolo mucho yo tampoco te lo puedo dejar, Juan - dijo Tadeo por fin.

Juan se quedó tan sorprendido que por un momento perdió la respiración y casi el sentido. Aquello sí que no se lo esperaba.

- Pero... pero... - logró articular al fin.

- Mira, Juan - le cortó Tadeo - creo que ya sabes que soy un hombre que no desaprovecha una oportunidad de hacer un buen negocio, y sé que ésta es una oportunidad excelente. Sin embargo, es cierto: no te puedo dejar ni un céntimo. Y créeme que soy el primero en sentirlo.

Juan no sabía estarse sentado por más tiempo, así que se puso de pie y comenzó a ir a un lado y otro de la habitación.

- El caso es, Juan, - le dijo Tadeo - que le debo dinero al banco. ¿Te acuerdas del incendio en el que murió Venancio y los otros? Hoy en día el matadero no deja tanto dinero, la gente no tiene dinero, y al final tuve que pedirle dinero al banco para poder pagar las obras: no podíamos seguir trabajando con la mitad de las instalaciones destrozadas. Me hicieron muy buenas condiciones, supongo que porque todo el mundo necesita comer: 5 años, 7% anual... No me mires con esa cara, Juan. Mira, te voy a ser sincero: voy con un poco de retraso en los pagos, pero creo que lo conseguiremos: el negocio no va mal; no va para arriba como un cohete, pero va.

Juan se detuvo en seco y se quedó mirando a Tadeo, casi como si no le pudiera ver, como si viera una aparición, un ente de otro mundo.

- Esto ya no es lo que era, Juan. El mundo ha cambiado. Se acabó el tiempo de los grandes negocios; ahora sólo hay negocios, simplemente: negocios para vivir y poco más. Hay poco dinero y el poco que hay está cogido para las cosas más vitales. Lo siento, Juan, pero esto es lo que hay.

Juan musitó un "Buenos días", se puso la gorra y salió suavemente del despacho de Tadeo. Éste no se movió de su sillón, pero mientras salía le dijo, casi gritó a Juan:

- Todo el mundo está igual, Juan. No encontrarás quien te preste ese dinero. Mejor vuelve a casa y confórmate con lo que tienes.

No hacía falta que Tadeo se lo dijese, pues Juan ya lo sabía. Si el otrora mayor potentado de la ciudad, el amo del matadero, tenía deudas, ¿dónde podría esperar sacar el dinero que necesitaba? Sólo había tres familias con dinero en aquella ciudad, todo el mundo lo sabía, y la de Tadeo era, siempre había sido, la más acaudalada. ¿Dónde podría ir a buscar el dinero, ahora? ¿A casa del farmacéutico? Cuando el Ayuntamiento fijó las tarifas de los medicamentos su beneficio cayó en picado, y aún estaba de obras en la botica; seguro que debía dinero al banco, seguro que era otro de los créditos que le mencionó Alfonso. ¿A casa del tendero? Había comprado un camión hacía poco, ya que en aquellos días costaba mucho mantener abiertas las rutas comerciales; seguro que era el tercer crédito que le había comentado el banquero. No había nada más. No había nadie más a quién acudir. Nadie le daría el dinero que necesitaba, porque nadie lo tenía.

Caminaba alterado y cabizbajo cuando casi chocó de bruces con Alfonso. Éste le pasó la mano por el hombro y le dijo:

- Ven, Juan. Quiero enseñarte algo.

Juan le siguió dócil. Mientras caminaban, Alfonso le preguntó sobre qué le había dicho Tadeo. Al banquero le había resultado obvio saber a dónde se había ido Juan tras verse en el banco, y así, cuando salió a dar su paseo matutino, le había resultado muy sencillo dirigir sus pasos en la dirección adecuada para encontrarse con Juan en seguida.

Ahora Juan y Alfonso se encontraban en frente de la iglesia. Una cola de no menos de cuarenta personas aguardaba su turno para que les sirvieran un tazón de caldo caliente y un trozo no muy grande de empanada fría de tomate y carne.

- Mira ahí, Juan. Mira a esa pobre gente. No son capaces de procurarse alimento por sí mismas. No hay trabajo para todo el mundo, y el mundo mismo se ha vuelto más pequeño, menos productivo. Apenas da para que todos podamos comer, pero poco más.

Juan miraba pensativo la cola.

- Ya no hay grandes negocios - prosiguió Alfonso - y los beneficios anuales apenas sirven para cubrir la amortización y las contingencias del capital. Como banquero de esta ciudad, tengo la obligación de velar en primer lugar por la continuidad de los sectores fundamentales de esta villa.

- El matadero - dijo Juan.

- Efectivamente, el matadero. El matadero da de comer a toda la comarca, pues ahí se prepara toda la carne que comemos con unas mínimas garantías. Lo mismo reza por los ultramarinos, y en cierto modo por la farmacia. Todos ellos son sostenidos por créditos del Banco de Poniente, y lo serán por mucho tiempo, pues cuando acaben de pagar los créditos actuales tendrán que pedir otros para otras actuaciones fundamentales.

- No hay dinero para mi, entonces - dijo Juan.

- Tú no necesitas mucho dinero, Juan, y quizá no lo necesites en absoluto. Llega a un acuerdo con el propietario del local que quieres arrendar, que sea él quien te financie en especie y con cierta carencia, a cambio de parte de los beneficios futuros.

- Los beneficios no son amplios. Si hago eso que dices tardaré, qué sé yo, unos diez años en empezar a generar beneficios de verdad.

- Es posible. Es más, es lo más probable.

- Mis hijos no podrán ir a la Universidad - dijo Juan, con la voz entrecortada.

- O quizá sí, Juan; - le dijo Alfonso - yo conozco algunas personas en la capital y quizá podamos buscar algún arreglo, si tus hijos son aplicados y están dispuestos a trabajar duro.

- Siempre le deberemos algo a alguien; - dijo Juan - jamás seremos libres.

- Al contrario, amigo mío, - respondió Alfonso - pues nunca deberéis dinero ni, más importante, se os aplicarán intereses que harían crecer indefinidamente la deuda hasta arruinaros. Por contraste las condiciones de los tratos a los que podáis llegar son cerradas y con límites bien definidos; quizá esos límites os obliguen por muchos años, de por vida incluso, pero os dejarán vivir dignamente. En un mundo donde la productividad no crece, donde los recursos en los que podemos basarnos permanecen estables, no es posible vivir en la ficción de que todo el mundo gane por su cuenta y riesgo. Todos formamos parte de una maquinaria, en cuyo engranaje encajamos con una función concreta, y cuando uno de nosotros, por ley de vida, al final sale de ella otro ocupa su lugar. Venancio murió, y es una desgracia, pero gracias a eso un joven obrero pudo entrar a ocupar su lugar, y ahora su hijo entrará en tu carpintería. Todos formamos parte de una misma cosa, todos somos nudos de una misma malla.

Juan se quedó un rato largo pensando, en silencio, mientras iban caminado de regreso al banco Alfonso y a la carpintería Juan. Al final Juan dijo:

- Tienes razón. Lo único a lo que debemos aspirar es ganarnos dignamente la vida.

Su amigo sonrió, sin decir nada.

- Aprovechaste bien tus estudios en la universidad - dijo Juan, y por primera vez sonrió a Alfonso - Estudiaste Finanzas, ¿o era Filosofía? No me acuerdo; era algo con "Fi".

- Estudié Físicas - dijo Alfonso - y sí, lo aproveché bien.


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