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O renta básica universal o libertad migratoria

por Laissez Faire Hace 9 años
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Podemos defiende dos reformas políticas difícilmente compatibles: la renta básica universal y la libertad migratoria. Yo, como liberal, rechazo la primera y suscribo la segunda. Imagino que algún conservador nacionalista podrá promover la primera y oponerse a la segunda. Pero lo que se me antoja verdaderamente complicado es defender, a la vez, ambas proposiciones. El gran teórico de la renta básica, Philippe Van Parijs, ha reconocido con amargura que esta incompatibilidad entre la libertad migratoria y la renta básica universal “expone en toda su crudeza el cruel dilema entre la generosidad sostenible hacia nuestros conciudadanos más pobres y la altruista solidaridad hacia cualquiera que desee entrar. Este dilema es el más doloroso reto que afronta ahora mismo la izquierda en el mundo desarrollado”.

No queda claro cómo Podemos pretende resolver este dilema. No en vano, hasta la fecha ni siquiera ha ofrecido un memorándum sobrecómo financiar la renta básica universal para los actuales residentes en España. ¡Cómo esperar que nos explique cómo extender ese derecho a potencialmente todo el mundo! Mas, con Podemos o sin Podemos, la generalización de la renta básica universal sí constituye, como decimos, un conflicto interno de primer orden para la izquierda con vocación cosmopolita.

¿Existe alguna forma de compatibilizar la libertad de movimientos de personas y la renta básica universal? A priori, parece que existen dos posibilidades.

Renta básica para todos

La primera opción es tan simple como inverosímil: implantar la libertad migratoria y reconocer a todo aquel que se establezca en suelo español una renta de 6.000 euros por adulto o de 8.000 por jubilado. A estas cifras, habría que añadir la “gratuidad” de la educación y de la sanidad, equivalentes actualmente a una renta en especie de unos 2.200 euros per cápita. Es decir, estamos hablando de reconocer a cada residente el derecho a recibir directamente del Estado entre 8.200 y 10.200 euros anuales (dejo fuera la estimación de otras prestaciones estatales “gratuitas” como las infraestructuras, la seguridad o la justicia).

Atendiendo a la literalidad del programa de Podemos, ésta parece ser su opción preferida (“Libre circulación y elección de país residencia y regularización y garantía de plenos derechos para todas las personas residentes en suelo europeo, sin distinción de nacionalidad, etnia o religión, con o “sin papeles”), si bien tiene escasos visos de prosperar. Dado que actualmente la renta per cápita mundial ronda los 7.800 euros, la magnitud absolutamente desproporcionada del efecto llamada que supondría prometer una renta entre 8.200 y 10.200 euros anuales debería resultar más que evidente. En África, de hecho, la renta per cápita ni siquiera supera los 2.000 euros y el 36% de sus más de 1.100 millones de habitantes malviven con menos de un dólar diario.

En este sentido, consideremos una hipótesis extremadamente conservadora: España decreta la libertad migratoria y se instalan 100 millones de personas provenientes del resto del mundo. A un coste medio de 8.200 euros por persona (renta básica más la correspondiente habilitación de colegios y hospitales) necesitaríamos una recaudación adicional de 820.000 millones de euros: cerca del 80% del PIB español. Dado que ahora mismo el Estado ya copa más del 40% del PIB (no digamos si, para más inri, implantamos la renta básica universal para los españoles), el proyecto sería absolutamente infinanciable incluso implantando la república soviética española: desde Jesucristo, nadie ha conseguido multiplicar los panes y los peces, esto es, recaudar en impuestos el 120% del PIB de un país.

No parece una opción demasiado realista y Podemos se terminará viendo forzado a reconocerlo y a rectificar. La cuestión es cómo rectificarán: si abandonando el proyecto de renta básica universal, si abandonando el proyecto de libertad migratoria o tratando de combinarlos de otro modo. Entramos así a analizar la segunda opción de convivencia entre renta básica y libertad migratoria.

Renta básica sólo para los ciudadanos

La renta básica universal suele caracterizarse como un derecho político: es un derecho derivado de ser sujeto político de una comunidad. En este sentido, una comunidad podría distinguir entre, por un lado, ciudadanos con plenos derechos políticos y, por otro, residentes sin derechos políticos. Un caso similar lo encontramos con el derecho de voto: la Constitución española ya restringe enormemente el derecho de voto a los extranjeros (limitándolo a las elecciones municipales y siempre que exista reciprocidad con su país de origen). ¿Por qué no hacer lo mismo con la renta básica universal, esto es, que el derecho a percibirla se adquiera con la ciudadanía?

Esta vía alternativa ciertamente permitiría compatibilizar libertad migratoria con renta básica universal: cualquiera es libre de residir en España pero sólo los ciudadanos españoles perciben la renta básica. Ahora bien, para que esta combinación sea funcional resulta obviamente necesario que los criterios de atribución de la ciudadanía sea muy estrictos: en caso de que se adquiera la ciudadanía cumpliendo unas condiciones muy laxas, el escenario será asimilable al de una renta básica para cualquier residente.

Actualmente, en España se le reconoce la ciudadanía a cualquier persona que encadene diez años de residencia legal: dado que cualquier residencia sería legal en un contexto de libertad migratoria, las condiciones de acceso a la ciudadanía no parecen demasiado estrictas. En apenas una década nos toparíamos con problemas análogos a los arriba descritos: a la postre, prometer renta básica a quien resida diez años en España equivale a otorgarles el derecho a acceder dentro de 10 años a un activo financiero con un valor presente de unos 60.000 euros. ¿Es un patrimonio de 60.000 euros lo suficientemente atractivo como para actuar de reclamo? Diría que sí, sobre todo combinado con el derecho irrestricto a la educación o a la sanidad pública, reconocidas actualmente a los residentes legales (y no sólo a los ciudadanos).

Por consiguiente, para compatibilizar la libertad migratoria con la renta básica universal sería necesario endurecer mucho los criterios de acceso a la ciudadanía. Un modelo podría ser el de Liechtenstein: 30 años de residencia legal a menos que antes lo aprueben por votación el resto de ciudadanos. Las condiciones podrían incluso radicalizarse más y limitar la ciudadanía española a los hijos de ciudadanos españoles salvo naturalización por votación democrática.

En cualquiera de ambas opciones, con todo, fijémonos al tipo de sociedad hacia la que nos conduciría la renta básica universal: una parte de la población (los no ciudadanos) pagaría impuestos por residir en el territorio sin recibir como contrapartida prestaciones estatales, mientras que la otra parte (los ciudadanos) cobrarían una renta básica universal del Estado aun cuando no trabajaran (y no pagaran impuestos). La imparable tendencia a alcanzar un equilibrio comunitario de castas sociales es más que patente: los ciudadanos de pata negra podrían vivir de extraerles las rentas a los residentes no ciudadanos. Cuanto más se restringiera el acceso a la ciudadanía, mayor sería la explotación de unos sobre otros y más se consolidaría el sistema de castas. Tal como reconoce Van Parijs: “[Semejante distinción entre ciudadanos y no ciudadanos] acarrearía una enorme distorsión dentro del mercado laboral: algunas serían capaces de rechazar trabajos pésimos gracias a su derecho incondicional a recibir la renta básica mientras que otros ciudadanos se verían forzados a aceptarlos precisamente por carecer de un derecho a este sustento”. ¿Tiene sentido que quienes promueven la renta básica universal como vía para escapar de las penurias y la explotación laboral impongan luego esas penurias y esa explotación a los extranjeros que acudan a España? ¿En qué se diferenciaría esa situación de ese otro escenario tan denunciado por la izquierda, a saber, que las pérfidas megacorporaciones privadas pagan salarios de miseria en el Tercer Mundo y luego distribuyen cuantiosos dividendos a sus accionistas del Primer Mundo?

La tensión, pues, es evidente: criterios de adquisición de la ciudadanía muy laxos vuelven inviable la convivencia entre renta básica y libertad migratoria; criterios muy estrictos generarían un sistema de castas donde una parte de la población explotaría y rapiñaría a la otra mediante la coacción estatal. El problema, pues, se antoja irresoluble dentro del marco de los Estados-nación actuales (tampoco queda muy claro cómo podría articularse una gigantesca redistribución de la renta global a través de un Estado mundial: ¿aceptaríamos los españoles enormes recortes en sanidad y en educación a cambio de mejorar marginalmente la educación y la sanidad de los nigerianos?).

Conclusión

La renta básica universal es incompatible con la libertad migratoria, salvo que uno esté dispuesto a implantar coercitivamente un sistema de castas. Van Parijs lo tiene claro: “El objetivo final es la justicia distributiva global. Pero la manera más cierta de lograrla no es permitir que la libertad migratoria destruya los actuales sistemas redistributivos. Los sistemas de solidaridad comparativamente generosos necesitan protegerse del insostenible efecto llamada de potenciales beneficiarios. El objetivo ha de ser que esos sistemas redistributivos se extiendan junto con la globalización. Así, para garantizar una generosa redistribución, no sólo debemos protegernos de las entradas no deseadas (la inmigración de los potenciales beneficiarios) sino también contra las salidas indeseadas (la emigración de los contribuyentes actuales)”.

Entre la redistribución coactiva de la renta y la libertad, Van Parijs opta por restringir la libertad en aras de mantener la redistribución coactiva de la renta. Podemos tendrá eventualmente que decidir entre ambas y todo hace prever que antepondrá la redistribución coactiva de la renta a la libertad de movimientos de personas y capitales (la duda es si limitará no ya la libertad de inmigrar sino también la de emigrar). Es la perversa lógica del Estado: primero el gasto público, luego —si acaso— la libertad.

Sólo el pensamiento liberal ofrece una respuesta plenamente coherente a esta problemática: combinar la sociedad de bienestar —basada en la propiedad privada y en la cooperación pacífica de las personas— con la libertad de movimientos de personas y capitales.Cooperación global basada en la voluntariedad, no en la coacción estatal. Una sociedad liberal no necesita prohibir la entrada o la salida de nadie: su objetivo no es repartir ningún botín y, por tanto, no hay que limitar ni la huida de contribuyentes (menos recaudación) ni la entrada de beneficiarios (menos gasto per cápita). La pelota, pues, está en el tejado de quienes defienden objetivos irreconciliables y enfrentados: o renta básica universal o libertad migratoria.


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