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Nada nos une tanto como la guerra

por Laissez Faire Hace 7 años
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Bastaron 59 misiles Tomahawk contra una base aérea siria para que Trump dejara de ser un loco supremacista al servicio de Rusia y deviniera un sensato estadista preocupado por los derechos humanos globales. La prensa y el establishment político se subieron rápidamente al carro del presidente: los demócratas aplaudieron de inmediato la decisión del republicano y los mismos medios de comunicación que se habían pasado meses deplorando la gestión de Trump se sumaron a una alabanza coral y casi unánime a su actuación en Siria.

En España, y pese a la distancia tanto geográfica como política con EEUU, el comportamiento de la prensa no ha sido muy diferente. Los tres principales diarios nacionales de papel, habitualmente hipercríticos con Trump, terminaron plegándose a justificar el bombardeo con muy escasas críticas laterales: según El País, el republicano “tenía poco margen de maniobra”; para El Mundo, se trataba de “una respuesta proporcionada a las atrocidades de Bashar Asad”; y de acuerdo con La Vanguardia, “Donald Trump ha tomado la iniciativa en Siria y lo ha hecho por sorpresa y con una primera victoria política”. No deja de ser paradójico que, tal como planteó acertadamente el periodista Glenn Greenwald, los mismos que consideraban a Trump un fascista inepto confíen en él ahora para entrar militarmente en uno de los mayores avisperos del planeta; un avispero en el que su adorado Barack Obama se resistió durante años a entrar.

No pretendo juzgar la oportunidad y la conveniencia de esta operación militar específica porque soy consciente de la mucha información que nos falta para poder emitir un juicio ponderado. En términos generales sí tiendo a suscribir la idea que EEUU no debería ser el policía imperial del mundo, esto es, que a los ciudadanos estadounidenses no se les ha perdido nada en Oriente Medio y que toda proporcional intervención humanitaria, por legítima que pudiera llegar a ser, debería canalizarse vía aportaciones económicas y humanas de carácter voluntario. Sin embargo, como digo, mi objetivo no es criticar en sí misma esta operación militar, sino la generalizada adhesión acrítica de la mayoría de políticos y periodistas a esta presunta “intervención humanitaria” en Siria. No en vano, nos topamos con dos clamorosos factores —uno formal y otro de fondo— que deberían ser cuestionados de raíz antes de aceptar de plano el bombardeo estadounidense.

En cuanto a las formas: tal como Trump sabe perfectamente, el presidente de EEUU necesita de la autorización del Congreso para declarar la guerra o para desarrollar ofensivas militares a menor escala (artículo 1, sección 8.11 de la Constitución estadounidense). Así pues, al saltarse el Congreso, el republicano ha vulnerado abiertamente el mandato constitucional y ha reducido sin necesidad el tiempo disponible para dilucidar lo acaecido en Siria y para valorar los pros y los contras de la intervención. Que la mayoría de políticos hayan respaldado informalmente a Trump no es excusa para saltarse los procedimientos institucionales establecidos para constreñir la arbitrariedad del poder político.

En cuanto al fondo: no tiene nada de humanitario bombardear Siria y, al mismo tiempo, imponer fortísimas restricciones a los refugiados que escapan de esa guerra y de esas bombas. Si estuviéramos ante una verdadera operación militar “humanitaria” (que fuera más allá de una represalia puntual por el posible uso de armas químicas), lo lógico sería acoger en Occidente a los reubicados al menos hasta que se lograra pacificar el país y pudieran regresar sin riesgo para sus vidas. Pero Trump, en nombre del humanitarismo, está ejecutando dos políticas moralmente incompatibles: cerrar las fronteras occidentales a los refugiados de guerra y añadir más leña al fuego de la guerra.

Pero lo más preocupante de todo este asunto es, como decía, la extrema facilidad con la que la clase política, los medios de comunicación y, en última instancia, el grueso de la opinión pública es capaz de realinearse ideológica y militarmente con un presidente al que hace apenas unos días denigraban como una amenaza para la paz y como un populista incapaz de tomar decisiones sensatas. La absoluta maleabilidad de la ciudadanía —ese prieta las filas tras “nuestro presidente” y frente al “enemigo exterior”— en medio de conflictos bélicos amparados por el establishment genera unos muy peligrosos incentivos en ese establishment: en caso de problemas internos, manufacturar el conflicto externo, “nosotros” frente a “ellos”. Sin ir demasiado lejos, ésa era justo la deplorable estrategia que Trump le atribuía a Obama allá por 2012 y que él mismo criticaba con ferocidad:

“Ahora que el apoyo de Obama en las encuestas se halla en caída libre, prepárense para que lance un ataque contra Libia o contra Irán. Está desesperado”. La guerra incontestada en el interior aglutina irracionalmente a la población en torno a un líder que pasa a ser capaz de arrogarse poderes extraordinarios. Y aunque evidentemente ese riesgo autoritario siempre está ahí, sea quien sea el presidente al mando, el hecho de que haya surtido tan rápidamente efecto con un gobernante tan impopular como Trump debería llevarnos a tomar plena conciencia de cuán amenazante resulta. La crítica frontal, el cuestionamiento continuo y los controles estrictos a la autoridad militar interior, lejos de constituir actos de traición hacia el resto de conciudadanos, suponen en realidad actos patrióticos dirigidos a proteger sus libertades: un permanente toque de atención contra la manipulación política a la que todos somos propensos… especialmente en tiempos de guerra.


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