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Madrid versus Andalucía

por Laissez Faire Hace 7 años
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Madrid es la comunidad autónoma más rica de España: su renta per cápita equivale al 137% de la del conjunto de España. Andalucía es la segunda más pobre de España (sólo superada por Extremadura): su renta per cápita equivale al 74% de la del conjunto de España. El cuadro no ha variado demasiado desde 1980 y, si lo ha hecho, ha sido en favor de Madrid: y es que, por aquel entonces, Andalucía ya era, como ahora, la segunda región más pobre de España: su renta per cápita equivalía, como ahora, al 74% de la renta nacional; en cambio, Madrid era la tercera región más rica del país, con una renta per cápita equivalente al 119% de la nacional.

La brecha entre ambas regiones resulta harto llamativa, sobre todo porque Andalucía (al igual que Extremadura) sale netamente beneficiada del sistema de financiación autonómico, mientras que Madrid (al igual que Cataluña) se halla extremadamente perjudicada por el mismo: así las cosas, Andalucía recibe cada año 6.150 millones de euros del resto de España (una media de 731 euros por ciudadano), mientras que Madrid aporta cada año 17.600 millones al resto de España (una media de 2.700 euros por ciudadano). La lluvia anual de miles de millones de euros en forma de transferencias interterritoriales no ha ayudado en nada al desarrollo andaluz: más bien da la sensación de que las élites políticas de la región —así como las redes clientelares que han creado a su alrededor durante casi cuatro décadas— se han acomodado a vivir de los ingresos extraídos al resto de españoles apelando a su condición de subdesarrollo relativo. Sólo así se explica el disparate de que la segunda región más pobre de España haya abandonado por entero cualquier intento de implementar políticas favorables al crecimiento económico: a saber, políticas basadas en la liberalización y en la moderación de la losa fiscal dirigidas a atraer y retener talento, financiación y buenos proyectos empresariales. Tejido productivo, en suma.

Hace apenas unos días, de hecho, el Consejo General de Economistas publicó su conocido informe Panorama de la fiscalidad autonómica y foral correspondiente al año 2017, y el contraste entre Madrid y Andalucía no puede resultar más revelador de dos enfoques contrapuestos acerca de cómo impulsar el desarrollo de sus sociedades: mientras que Madrid ha apostado por diferenciarse del resto de España bajando impuestos, Andalucía ha optado por distinguirse subiéndolos.

Comencemos por el IRPF. En este tributo, el contraste no es excesivamente acusado por dos razones: primera, la tributación sobre la renta proporciona el grueso de la recaudación de las autonomías —y, por tanto, dado que ninguna de ellas cuestiona el modelo de fondo del Estado de Bienestar ni por tanto el enorme gasto que implica, no existe un margen real para diferenciarse—; segundo, sólo la mitad de este impuesto se halla cedida a los gobiernos autonómicos, de modo que su capacidad para disminuir la carga tributaria sólo afecta al 50% del mismo. Aun así, los contribuyentes con rentas brutas de 45.000 euros abonan una cuota 360 euros inferior en Madrid que en Andalucía; los de ingresos de 110.000 euros, un gravamen 1.550 euros menor; y los de 300.000 euros, 9.800 euros más bajo. En conjunto, y en relación con el tramo autonómico, el tipo efectivo medio que sufre el contribuyente madrileño es entre un 8% y un 14% menor al de Andalucía, lo que evidentemente constituye un factor más para que el capital humano busque refugio en Madrid y no en Andalucía.

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En cuanto al Impuesto de Patrimonio, las diferencias son muy amplias, sobre todo para los patrimonios de mayor montante. Como es sabido, este tributo se encuentra totalmente bonificado en Madrid, mientras que en Andalucía grava la riqueza personal entre un 0,24% y un 3,03% de su volumen. Esta divergencia explica que en Madrid ningún volumen de ahorro personal sea penalizado fiscalmente, mientras que en Andalucía sufra una carga de entre 240 euros (para los patrimonios de 800.000 euros) hasta los 331.000 euros (para los matrimonios de 15 millones). Recordemos que el Impuesto sobre el Patrimonio es un tributo especialmente distorsionador, dado que debe abonarse aun cuando el stock patrimonial no genere rentabilidad alguna (incluso aunque soporte pérdidas).

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Junto al Impuesto sobre el Patrimonio, la otra gran figura tributaria que grava la riqueza en España es el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. Y, al igual que en el caso anterior, las diferencias entre Madrid y Andalucía son muy considerables: mientras que para Madrid se halla bonificado al 99% en la mayoría de casos, en Andalucía las bonificaciones son muy menores y el gravamen sobre el caudal relicto se ubica entre el 7,65% y el 36,5%. Por este motivo, la transmisión de padres a hijos de una herencia de 800.000 euros (de los cuales 200.000 estén constituidos por la vivienda del causante) soporta en Madrid una mordida inferior a los 1.600 euros mientras que en Andalucía es de 164.000.

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Por último, en lo que se refiere a la transmisión de la riqueza (el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales), también existen notables contrastes entre Madrid y Andalucía: la compra de inmuebles de 150.000 euros está penalizada con 9.000 euros en Madrid y 12.000 en Andalucía; la de 500.000 euros con 30.000 en Madrid y 41.000 en Andalucía; y la de 750.000 euros, con 45.000 en Madrid y 64.000 en Andalucía.

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En suma, la acumulación del ahorro privado se encuentra mucho más machada tributariamente —vía Patrimonio, Sucesiones e ITP— en Andalucía que en Madrid. Por ejemplo, supongamos un adulto que hereda un patrimonio constituido por inmuebles con valor de 800.000 euros, lo mantiene durante un año en su haber y finalmente se ve forzado a enajenarlo a un precio rebajado para asumir en sus carnes el ITP que normativamente le corresponde al comprador (traslación del impuesto): este ciudadano soportaría una tributación cercana a los 250.000 euros en Andalucía (viéndose minorada la herencia recibida hasta los 550.000 euros), mientras que en Madrid se situaría alrededor de los 50.000 (conservando una herencia de unos 750.000 euros). Nótese cómo el ahorro se halla mucho más castigado en Andalucía que en Madrid (y los diferenciales son crecientes con el volumen de este ahorro), lo que bloquea la capacidad de la segunda para atraer capital del resto de España y del resto del mundo (algo fundamental para crear un nuevo tejido empresarial en la región que eleve el estándar de vida de sus ciudadanos): una muy gravosa distorsión que, además, carece de todo sentido recaudatorio: los tributos sobre la riqueza ni siquiera sirven para financiar el 10% de todo el gasto de las autonomías; un importe menor al lado del mucho daño que provocan.

A la luz de todos estos datos resulta inevitable que uno se pregunte: ¿cómo es posible que una autonomía como Andalucía, a la cola del desarrollo en España y que recibe una enorme transferencia anual del resto del país, apueste por castigar fiscalmente a los trabajadores cualificados y a la acumulación interna de capital? Y, sin duda, la orientación ideológica de sus gobernantes explica gran parte de esas discrepancias: aun ubicándose todos ellos dentro del consenso socialdemócrata que no osa cuestionar los pilares básicos del Estado de Bienestar y, por tanto, el expolio inmisericorde de la ciudadanía, la clase política madrileña ha optado por castigar fiscalmente algo menos a sus residentes, mientras que la clase política andaluza se muestra mucho más enloquecidamente entusiasmada por la rapiña tributaria. Ahora bien, existe un segundo motivo para explicar esta divergente estrategia fiscal y es, justamente, el penoso sistema de financiación autonómica que hemos adoptado en España: los gobernantes de las autonomías pobres carecen de todo incentivo para favorecer el desarrollo de sus regiones dado que viven a expensas del resto de las regiones ricas. Más bien al contrario, parece que su único incentivo actual es el de afear la apuesta desarrollista de las regiones ricas compeliéndolas a que imiten su pauperizador modelo fiscal.

En definitiva, mientras que en Europa los países más pobres tratan de acelerar su desarrollo abriendo sus economías y establecimiento impuestos relativamente más bajos que en el resto del Continente —ahí están las experiencias de Estonia, Lituania, Letonia, Georgia, Bulgaria, Kosovo y Rumania o, yendo varias décadas atrás, de Irlanda—, dentro de España sus regiones más pobres apuestan por repeler la inversión persiguiendo tributariamente a trabajadores cualificados, empresarios y ahorradores. Un absoluto disparate que explica por qué en cuatro décadas la renta per cápita de sus ciudadanos no ha convergido en nada con respecto a la de las regiones ricas y por qué, en cambio, sus administraciones públicas sí se han hipertrofiado con el propósito multiplicar las redes clientelares que nutren de votos a sus gobernantes: maximizar el bienestar de los políticos y burócratas regionales a costa de minimizar el bienestar de sus ciudadanos.


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