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El votante sí puede equivocarse

por Laissez Faire Hace 7 años
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El resultado de las últimas elecciones generales, encumbrando al Partido Popular a los 137 escaños y estancando a Unidos Podemos en los 71 diputados (dejándose en el camino 1,2 millones de sufragios), ha sumido en la angustia a gran parte de los votantes y simpatizantes de esta última formación política. No es para menos: Unidos Podemos ha hecho gala de un fanatismo democrático según el cual la democracia expresa una especie de voluntad e inteligencia orgánica de los ciudadanos que necesariamente ha de ser acertada y correcta.

Por ejemplo, la propia formación manifestaba desde su cuenta de Twitter durante las elecciones lo siguiente: “Somos demócratas y estamos convencidos de que cada vez que la gente vota, se acierta”. Debe de ser complicado sostener simultáneamente que el Partido Popular es una formación corrupta, mendaz, antisocial y cuasi-criminal y, a su vez, que “la gente” siempre acierta cuando vota, incluso cuando otorga masivamente su sufragio al Partido Popular. De ahí que, frente a semejante shock, algunos hayan optado por denunciar el seguro fraude electoral: es imposible que “la gente” no haya votado masivamente a Podemos, por tanto ha tenido que haber pucherazo.

Afortunadamente para los simpatizantes de Podemos, no es necesario recurrir a conspirativas teorías sobre fraude electoral alguno: los votantes no siempre tiene la razón y, desde luego, no tendrían por qué poseerla al brindar su apoyo mayoritario al PP. Sin embargo, tal como comprobaremos más adelante, admitir la falibilidad de la democracia tendrá importantes implicaciones contra la ideología de fondo de Podemos.

La falibilidad democrática

La democracia es un método de agregación de preferencias individuales acerca de diversas cuestiones que afectan al conjunto del colectivo y donde tales preferencias individuales son ponderadas de manera más o menos igualitaria (motivo por el cual tienden a prevalecer reglas de decisión mayoritarias). Cuatro aspectos son relevantes —y potencialmente problemáticos— en esta definición de democracia: a) método de agregación, b) preferencias individuales, c) cuestiones que afectan al colectivo, y d) ponderación igualitaria.

Primero, el input de toda democracia son simplemente “preferencias individuales” (votos): si no nos cuesta ningún esfuerzo reconocer que un individuo puede equivocarse en numerosas ocasiones en su vida privada, tampoco debería costarnos ningún esfuerzo reconocer que un individuo puede equivocarse al votar. De hecho, hay razones para pensar que una persona se equivoca más al votar que al tomar decisiones sobre su vida privada: dado que la influencia que posee un solo voto a la hora de determinar el resultado general de unas elecciones es prácticamente nula (salvo en circunscripciones muy pequeñas), las personas carecerán de incentivos para formarse e informarse suficientemente a la hora de emitir su voto (muchos costes para réditos nulos); la situación es muy distinta en el ámbito privado: las preferencias de una persona son absolutamente determinantes en las decisiones que toma (el coste de informarse puede ser igualmente alto, pero los réditos de actuar de forma correcta también podrían serlos). Es lo que se conoce como el fenómeno de la ignorancia racional de los votantes. Un fenómeno que tiende a magnificarse en la medida en que el voto de un especialista en la materia objeto de votación pondera de forma igualitaria al voto de un no especialista: esto es, mi voto acerca de diseño urbanístico o acerca de gasto en I+D+i biotecnológica vale lo mismo que el de un arquitecto o el de un biólogo.

Segundo, al ser un método de agregación de preferencias individuales, podría suceder que los errores aleatorios de unos individuos se cancelaran con los errores aleatorios de otros individuos, dando como resultado un acierto agregado. Por ejemplo, mi ignorancia acerca del diseño urbanístico o de la biotecnología podría verse compensada por mis conocimientos sobre economía; a su vez, el conocimiento sobre arquitectura del arquitecto o de biotecnología del biológico podría verse compensados por su ignorancia sobre economía. Mis carencias se complementan con las fortalezas ajenas y viceversa.

Sin embargo, no hay ninguna razón para presuponer que todos los sesgos que afectan a los votantes son asistemáticos. Al contrario, sabemos que ciertos sesgos sí son de carácter sistemático: por ejemplo, y sólo en materia económica, disponemos de bastantes evidencias de que los votantes padecen de un sesgo antimercado (la tendencia a infravalorar los beneficios derivados del mercado), de un sesgo xenófobo (la tendencia a infravalorar los beneficios derivados de la interacción con los extranjeros), de un sesgo pro-empleo (la tendencia a sobrevalorar los beneficios derivados de crear cualquier empleo) o de un sesgo pesimista (la tendencia a sobrevalorar la gravedad de los problemas económicos). Por todo ello, la agregación de preferencias individuales sistemáticamente sesgadas engendrará decisiones colectivas también sesgadas. Es lo que se conoce como el fenómeno de la irracionalidad del votante.

Tercero, aun cuando las preferencias individuales no se hallaran sistemáticamente sesgadas y cupiera suponer que los errores aleatorios de unas personas se compensan con los de otras, necesitaríamos que el método concreto de agregación de preferencias individuales fuera neutral para que la “voluntad colectiva” de la democracia no fuera arbitrariamente irracional: esto es, necesitaríamos que, dadas unas preferencias individuales, la decisión colectiva fuera siempre la misma con independencia del método de agregación que utilizáramos. Sin embargo, distintas reglas electorales arrojan distintos resultados electorales: por ejemplo, en los pasados comicios del 26J, Unidos Podemos y PSOE estarían al borde de la mayoría absoluta con el sistema electoral alemán; en cambio, con el sistema electoral estadounidense, el PP gozaría de una amplísima mayoría absoluta en la selección del presidente (263 de 350 electores). ¿Cuál de ambos métodos agrega con mayor fidelidad las preferencias individuales de los votantes? Ninguno de ellos exhibe las características típicas de la racionalidad individual para que podamos categorizarlos como mejores o peores. Ésta es una de las implicaciones más conocidas del llamado Teorema de la Imposibilidad de Arrow.

Y cuarto, aun cuando no hubiera errores sistemáticos en las preferencias individuales y aun cuando el método de agregación de esas preferencias sí fuera neutral, recordemos que la democracia agrega preferencias individuales acerca de cuestiones que afectan al colectivo. La cuestión pasa a ser entonces la de qué asuntos son competencia individual y cuáles, en cambio, de competencia colectiva. O dicho de otra forma, antes de votar, debemos disponer de una teoría ética que delimite qué asuntos pueden ser votados por tratarse de asuntos colectivos. Y, en este sentido, podemos movernos desde un extremo político (el totalitarismo: donde todo es susceptible de ser votado porque todo aspecto de la vida personal tiene implicaciones colectivas) hasta el otro extremo político (el anarquismo individualista: donde nada es susceptible de ser votado porque sólo existe el individuo y no el grupo), pasando por cuestiones más intermedias (una remisión ciega a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, donde se marca qué asuntos quedan fuera de las urnas por ser derechos previos del individuo). Así las cosas, salvo que caigamos en un relativismo extremo según el cual cualquier filosofía política es igual de válida que cualquier otra, una democracia perfectamente racional podría equivocarse al votar sobre materias que no deberían ser de ámbito colectivo sino de competencia (libertad) individual. Por ejemplo, aunque todos supiéramos que Marx (o Mises) está profundamente equivocado y que su lectura puede contaminar las mentes de los ciudadanos, ¿sería legítimo que votáramos censurar a Marx (o a Mises)? No lo parece.

En suma, las decisiones democráticas pueden equivocarse por una deficiente información de los votantes, por sus sesgos sistemáticos, por la arbitrariedad del método de agregación de preferencias o por una inadecuada teoría ética subyacente.

Las implicaciones de la falibilidad democrática

Una vez admitimos que el resultado de una democracia no es inexorablemente correcto, el simpatizante de Podemos podrá respirar tranquilo al no tener que aceptar que la elección de un partido al que caracterizan como corrupto, mendaz, antisocial y cuasi-criminal —el PP— es por necesidad una elección correcta. Podría suceder que sus votantes no fueran conscientes de la corrupción y de los recortes, que no los valoraran suficientemente frente a otras cuestiones, que fueran cómplices por salir beneficiados de los mismos o que los creyeran políticamente legítimos. Las explicaciones del voto mayoritario al PP pueden ser variadas y no necesariamente “acertadas” todas ellas.

De hecho, parece que los dirigentes o candidatos de Unidos Podemos ya han empezado a explorar esa línea argumentativa. Por ejemplo, el dos veces candidato no electo, el ex JEMAD Julio Rodríguez, proclamaba ayer que “si hay algo deprimente es que la mitad de los electores no quieren ningún cambio. No creen en la ética, y eso… empieza a ser peligroso”. Una versión apenas actualizada —y suavizada— de otra perla ideológica, expresada esta vez por el propio Pablo Iglesias hace unos años: “El problema no es que Salgado trabaje para Endesa o Rato para Bankia, el problema es que millones de gilipollas les votan”.

Ciertamente, y como ya hemos expuesto, uno no puede descartar a priori que la gente pueda equivocarse, o que posea motivos ruines, a la hora de votar (aunque, desde luego, uno tampoco debería presuponer dogmáticamente que todos se equivocan por el mero hecho de no comulgar contigo). Ahora bien, si ese uno cree que los votantes pueden equivocarse con cierta frecuencia, no debería defender simultáneamente una ampliación de los ámbitos de decisión colectiva: si al decidir en común nos equivocamos por ignorancia o por mala fe predominante, no deberíamos exponer los planes vitales de cada persona a esa ignorancia o mala fe predominante. Sin embargo, Podemos promueve justamente eso: una progresiva extensión de los ámbitos de decisión colectiva a costa de las libertades individuales (una “democratización” de la vida social).

Se trata de una combinación extremadamente peligrosa, ésa de admitir que el votante puede ser tonto o malintencionado y que (casi) todo debe ser votado, pues alimenta el paternalismo autocrático u oligárquico: si las decisiones deben tomarse colectivamente pero no deben ser tomadas por el vulgo, entonces o toleramos la recurrencia de malas decisiones colectivas hasta que la gente “aprenda” (léase, sea reeducada) o las decisiones colectivas deberán ser adoptadas sólo por aquellas personas que se autoinvistan como sabias y éticas (de ahí, por cierto, ciertas llamadas recientes a impedir el voto a los ancianos).

Al contrario, reconocer que cualquier persona puede equivocarse al tomar cualquier decisión (incluido el voto) debería orientarnos hacia un sano escepticismo con respecto a la ingeniería política: a saber, hacia un orden social asentado sobre el reconocimiento de una amplia esfera de libertad individual dentro de la cual cada individuo sea competente y responsable de sus acciones. Desconfiar del votante no debería llevarnos a quitarles el derecho al voto a quienes “no voten como yo quiero que voten”, sino a defender las libertades individuales frente a la injerencia colectiva. Una revolucionaria idea —la del liberalismo— que, no obstante, supone una enmienda a la mayor parte del programa de máximos de Podemos (y, cómo no, también del resto de formaciones políticas españolas).


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